Memorias de un jubilado – 11
Hilaré mi nostalgia…
– ¡Walter, dos más! –
Así transcurrían las largas
noches de los sábados de los últimos años de la década de los 60’ y los
primeros años de los 70’, Walter Sernaqué era el propietario del salón de
bebidas “Rancho Alegre”, ubicado en la calle Ayacucho y Arízaga, frente a la
piscina de la federación, – ahora es un coliseo de deportes– y nos conocía a todos, pues volvíamos una y
otra vez, cada fin de semana, por la música que tenía en su rocola, por las
“Pilsener” que siempre estaban “muertas de frío” y porque al terminar la
jornada, a cualquier hora de la madrugada, el olor a pan recién salido del
horno de leña, de la panadería contigua al Rancho, inundaba los sentidos,
alegraba el espíritu, y permitía una recuperación parcial, al regresar a casa
saboreando una funda de panes de dulce o palanquetas calientes.
Al llegar al Rancho, Walter nos
ponía junto a la mesa una jaba vacía de cervezas , para ahí colocar las botellas
que se iban consumiendo, al final hacíamos una “vaca” para cancelar la cuenta
contando las jabas –matemática práctica, considerando el grado de alcohol en la
cabeza–. Pero la tranquilidad de una noche de conversación de amigos,
generalmente sobre las incidencias de nuestros partidos de futbol o sobre las
posibilidades inciertas que tenía alguno de nosotros para conquistar a alguna
chica, podía verse interrumpida por algún vecino de mesa, que simplemente
provocaba que alguno de los nuestros diga
–Ese hijoeputa me está mirando mal– y bastaba eso para provocar una
pelea, sobre la cual no había garantía alguna. Lo mejor era evitarlas.
Uno de los riesgos mayores estaba en el momento de ir al baño, tenías que ir solo, y lo mejor era levantarse de la mesa desafiando a todos, especialmente a los de aquella mesa en donde se advertía un mayor peligro por sus fachas, para ello nada mejor que la mirada de Clint Eastwood, lo habíamos visto en el cine, en El bueno, el malo y el feo, Por un puñado de dólares y La muerte no tiene precio, que dirigió Sergio Leone en los años 60’, –la época de los “spaghetti western”– y luego como Harry Callahan en la serie de películas de Harry El Sucio de los años 70’, y sabíamos cómo miraba, arrugando un poco la nariz, y desviando un poco la boca hacia el lado izquierdo, como si todo le apestara, como si no le importara su vida, antes de eliminar a sus enemigos, y en el Rancho esa mirada podía provocar que los desafiados miren hacia otro lado y sigan en su conversación, y pueda uno, ir tranquilo a resolver sus necesidades urgentes.
Preferíamos el Rancho Alegre,
aunque también concurríamos al Sucre, en donde alguna tarde nos aceptó un vaso
de cerveza el padre Manuel Estomba, quien nos conocía desde la escuela, al
Arenal del gordo Virgilio, con piso de tierra endurecida con un fuerte olor a
cerveza, vómitos y orines, mezclados con el aserrín con el que se trataba de
disimularlos, al Agachadito, en donde de verdad había que agacharse un poco
para poder entrar sin golpearse la cabeza, y al Imán, de un conocido nuestro,
de apellido Reyes, pero siempre volvíamos al Rancho, en donde se sentía una
mayor tranquilidad para saborear una bebida de moderación.
Y así transcurrían los fines de
semana en esa época, con pocas variaciones entre uno y otro. Pero todo cambió la
mañana del domingo 10 de septiembre de 1972 –con chuchaqui incluido– cuando
Mami me despertó enseñándome una foto en el periódico.
–Mira, de una chica así deberías
enamorarte– me dijo enérgica, pues sabía en lo que yo andaba.
Era una candidata a Reina de la
Feria del Banano que asomaba entre las ramas de los árboles de algún bosque
desconocido, pero que mi imaginación lo
hacía ver como un bosque encantado, después del efecto que provocó en mí la
chica de la foto con su mini vestido negro, ella era Nelly Wilches A., lo decía
el pié de la fotografía. Ella ganó y fue Reina de la Feria y la foto la recorté
y la conservo todavía pese a los estragos del tiempo en el papel periódico,
estuvo guardada 40 años en una caja metálica de galletas danesas, desde el año
1972 hasta el 2012, junto con las cartas que se originaron posteriormente, ahora
la tecnología me ha permitido escanearla y conservarla digitalmente, en mi
computadora y en mi celular.
Fue el domingo 27 de mayo de 1973 cuando me decidí a hablarle de amor, eran las cuatro de la tarde, ya tenía que irme a Guayaquil pues el lunes tenía clase de Cálculo Integral a las siete de la mañana, y me atreví a llamar al teléfono de la Clínica Wilches, no había otra manera, ya había rodado su calle una y otra vez, durante meses, y por su mirada podía comprender que tenía alguna esperanza. Utilicé algunas frases románticas y me dijo que si, y regresé a Guayaquil, pero ahora todo era distinto, de repente la carretera y el paso por los pueblos, se habían transformado en un recorrido turístico, esa noche no pude dormir, sólo pensaba en llamarla al siguiente día. Pero no podía imaginar todo lo que me esperaba.
–No, no está– me contestaba el
Dr. Wilches. –y nunca estaba! – Todas las tardes llamaba y me decían lo mismo –No,
no está– Y claro, el único teléfono estaba en el escritorio de la clínica y ella
no estaba allí, y el Dr. no podía dejar de atender a sus pacientes. Y aun
cuando, en algún momento la hubiesen llamado para que atienda el teléfono, cómo
podría ella hablar de amor, si a su lado algún paciente se quejaba de sus
dolores con su padre, el Dr. Wilches.
Al siguiente fin de semana volví
a Machala y pude hablar con ella en la puerta de su casa, y comenzó una
historia de amor, en una época distinta a la actual, no existían los celulares,
no existían los emoticones –que tanto daño le han causado al idioma–, no existía el internet, incluso el teléfono
convencional tenía muchos problemas, que en mi caso se agravaban por el sitio
en que estaba ubicado. Entonces decidimos que lo único que podíamos hacer para
expresar nuestro amor mientras yo estaba en Guayaquil, era volver al pasado, trasladarnos
a aquella época de las cartas manuscritas, y empezamos a escribirnos una vez a
la semana, yo lo hacía el lunes, ella contestaba el martes o miércoles, y nos
veíamos el fin de semana, que decidí alargarlo, para encontrarnos también el
domingo en la noche, viajando en los terroríficos buses de CIFA de las tres de
la mañana de los lunes, llenos de contrabando de la frontera, para llegar
directamente a mi clase de las siete de la mañana en la universidad.
Para nuestra correspondencia utilizamos
la compañía de avionetas CEDTA, que en Machala tenía su oficina en las calles
Rocafuerte y Páez, eran avionetas pequeñas para cinco pasajeros, que
simplemente se encomendaban a Dios al despegar. Algunas veces viajé en ellas, se
habían caído otras tantas, pero habían podido aterrizar en los muros de las
camaroneras que se veían en buena parte del trayecto, el riesgo mayor estaba
cuando volaban sobre el mar y cuando llegaban a Guayaquil, en donde podía uno
imaginar el impacto contra los edificios y casas por donde pasaba, y hasta los
titulares de los periódicos del siguiente día: “Entre las victimas
irreconocibles y calcinadas se encuentra un joven estudiante universitario…”
Las noches de los sábados, desde
luego, después de una despedida que cada vez se hacía más difícil, me
encontraba con mis amigos en la banca del parque y nos íbamos caminando al
Rancho Alegre, a lo nuestro, hasta terminar comiendo panes por las calles de
Machala, a cualquier hora de la madrugada. Más de una vez fui con algún amigo
en mi carro, que en esa época era una pequeñísima camioneta Mazda 360 –con cariño la llamábamos “La Mazdita”– a
darle serenata con el toca casete, cantando con mis amigos, con voces embriagadoras –embriagadas–,
especialmente una canción de José José que en ese entonces estaba de moda: “Como podré Reina mía expresar este amor, /que
me da la vida, que me da ternura/ y alienta en mi alma el deseo de vivir…”
Al cumplir el primer mes le
regalé una rosa –la influencia de Leonardo Favio era evidente, O quizás simplemente te regale una rosa–
y fui aumentando una cada mes hasta cumplir el año, pero existía un grave problema,
tenía que ser el día mismo, cada 27, y la mayoría de esos meses, en esa fecha estaba
en Guayaquil en la universidad. Tuve que recurrir a la florería Marsellesa, que
estaba ubicada en la calle Boyacá, cerca de la 9 de octubre, en Guayaquil, y
pedirle el favor a mi padre para que retire las rosas y las entregue en las
manos de Nelly –la osadía en sumo grado–.
Algún mes coincidió en domingo,
después de haber agotado mis recursos, la noche anterior en el Rancho, le conté
a Allan, mi amigo de tantas madrugadas, que no tenía dinero para comprar las
rosas rojas, y él encontró la solución, tampoco tenía dinero pero había visto
un rosal en el parque, por el sector ubicado frente al Municipio, celosamente
cuidado por el jardinero, tuvimos que distraerlo para poder cortar
las rosas y cumplir con mi entrega mensual.
Cuando ella se graduó en el
colegio La Inmaculada, en enero de 1974, acudí a su fiesta en la terraza de su
casa, con el oculto temor de saber, que seguramente se iría estudiar la
universidad a Cuenca, allá tenía su casa y su familia, y presentía lo peor –la
inseguridad se manifestaba una vez más–, conversamos y ella confirmó mis temores, sus
padres querían que estudie en Cuenca. Con el corazón hecho pedazos la saqué a
bailar una canción lenta de Buddy Richard, y allí en la
pista de baile, a media luz, le cantaba al oído parte de la canción, –tenía que
ser dramático–
“Sé que esta noche de su boca ya no beberé, /y como un sauce lloraré,
/ella ha partido ya, /la soledad me regaló, /guitarra llora conmigo.
Guitarra toca otra vez ahora, /ella se ha ido llevando mis sueños, /no
quiso saber de mi dolor, /sé que se ha ido para nunca más volver.
Esta noche a mi ventana la luna no vendrá, /el gorrión también se irá,
/y solo moriré de amor, /guitarra acompáñame…”
Era la canción “Guitarra toca
otra vez ahora” y cuando terminó, ella tomó una decisión:
–Me quedo a estudiar aquí, en la Universidad
Técnica– me dijo, y de repente todo cambió, la luna regresó y sabía que ya no
estaría solo.
Tres años, tres meses, y
comprobamos que queríamos vivir juntos para siempre, y nos
casamos el 7 de agosto de 1976. Todas las 100 cartas que recibí de Nelly en esa
época las conservo todavía en la vieja caja metálica de galletas danesas, y
pudieron ser unidas con todas las 100 que yo le envié, y que ella guardaba
también en otra caja. Algunas veces hemos hablado de quemarlas ya, después de
tanto tiempo, pero aún no lo hemos decidido.
“…hilaré mi nostalgia de
sol que se ha dormido, /en la seda fragante de tu melena rubia.”