jueves, 17 de octubre de 2013


Memorias de un jubilado – N° 13

El señor de los discos

Papi lo busca el señor de los discos
Era el año 1963, estaba en mi último año de la escuela, y recuerdo perfectamente la emoción que me causaba la visita del señor que nos vendía los discos que se editaban en Guayaquil, él viajaba en los barcos –no había carretera Machala-Guayaquil– y cumplía con cualquier encargo que se le hacía, y siempre se lo veía caminando por las calles polvorientas de Machala de esa época y bajo soles ardientes buscando la sombra de los soportales, con su maletín y algunos discos bajo el brazo, ya que en Machala no existía ningún local dedicado a venderlos.
En todas las radios de Guayaquil  se escuchaba la propaganda de J.D. Feraud Guzmán, que iniciaba con el sonido del saxo de Big Sam Morowitz en la famosa “Harlem nocturno”, y en seguida la voz del anunciante:
–“Haga del disco su mejor regalo..… J.D. Feraud Guzmán”–
Me parecía algo fantástico, me imaginaba tener en un solo local toda la música del mundo que se escuchaba en las radios, y poder sentir uno a uno, en mis manos los discos en formato Long Play, y comprar aunque sea uno a la vez, para tenerlo en la casa y escucharlo en la “Radiola JVC” que tenía mi padre en casa, allí empecé a valorar la música como algo especial en mi vida, y desde luego tenía mis preferencias, crecí admirando a Los Iracundos, y a los Beatles –gracias al señor de los discos pude tener el primer disco de los Beatles que grabara IFESA en Ecuador–, y más tarde mis preferencias se fueron hacia el rock clásico de Led Zeppelin, The Doors, Creedence Clearwater Revival, pero poco a poco me daba cuenta que conocía exactamente las letras de los tangos argentinos, de tanto oírlos cantar a mi padre cuando escuchaba sus discos, algunos con letras muy difíciles pues estaban escritos en “lunfardo” la jerga de Buenos Aires      
–“Cuando rajés los tamangos / buscando ese mango / que te haga morfar...” – (Cuando dañes los zapatos buscando ese dinero que te haga comer)
Y siempre, hasta ahora, o hasta el fin, apreciaré en sumo grado, la antigua “Melodía de arrabal”:
–“Viejo... barrio... /perdoná si al evocarte /se me pianta un lagrimón, /que al rodar en tu empedrao /es un beso prolongao /que te da mi corazón.
Cuna de tauras y cantores, /de broncas y entreveros /de todos mis amores; /en tus muros con mi acero /yo grabe nombres que quiero: /Rosa, la Milonguita... /era rubia Margot... /en la primer
cita /la paica Rita me dio su amor.”
Las letras de los tangos eran historias de amores y desamores, que al cursar los primeros años del colegio, me sacaban de la realidad de esa Machala antigua, y me llevaban a donde mi imaginación quería, historias que se incrementaron cuando empecé a ser cliente asiduo del cine Popular, ubicado convenientemente a una cuadra de mi casa en la calle Sucre, y pude apreciar las viejas películas de Carlitos Gardel  –en blanco y negro desde luego–, allí en sus bancas largas de madera, no habían butacas en este cine, podía verlo cantar las canciones que en la radiola de mi casa sólo podía oir, y la satisfacción era completa. Enrique Santos Discépolo, uno de sus máximos poetas, definió al tango como un pensamiento triste que se baila, algunos lo consideran un acto sexual elegante que se ejecuta bailando, pero de cualquier manera se impuso en el mundo entero.
Escuchaba a mi padre cantar los tangos argentinos de los discos que ponía en su radiola cada vez que regresaba de su trabajo, pero no sólo de Carlos Gardel  sino también de las grandes orquestas argentinas de Aníbal Troilo, de Alfredo de Ángelis, Francisco Canaro, Miguel Caló y desde luego del “Varón del tango” Julio Sosa –uruguayo, para desgracia de los argentinos–. Por eso, cuando terminaba el colegio en 1969, y las autoridades programaron la gira de graduación de un mes por Buenos Aires y Santiago, realizando actividades durante todo el año para financiar la gira, mi padre que me apoyó en todo, me dijo:
–Vas a realizar el viaje que siempre he querido hacer–
Y pude disfrutar Buenos Aires en febrero de 1970, tenía 17 años  y una visión juvenil, junto con mis compañeros del San José-La Salle, que no me permitió conocer el verdadero Buenos Aires, el de los tangos, hasta que en octubre de 1986, debí viajar otra vez para asistir a un Seminario de Puertos y Vías Navegables, enviado por Autoridad Portuaria de Puerto Bolívar, y viajé con Nelly, y ahora sí, conocimos el mundo del tango, directamente en los barrios porteños en donde nació. Mi padre, por fin pudo conocer Argentina en 1975, y cumplir su viejo sueño, junto a mi madre, y regresaron otra vez, años después, a seguir disfrutando de Buenos Aires y del tango que durante toda su vida lo había cantado.

Pero tengo guardado en mi memoria, que no solamente eran los tangos los que ponía mi padre en su radiola, sino también la música italiana clásica: O sole mío, Torna a Sorreto, Funiculí Funiculá, Al Di La, Arrivederchi Roma, y la famosa Volare: “Nel blu dipinto di blu”, que años más tarde, en junio del 2009, disfrutáramos con Nelly y nuestros amigos Panchito y Saharita, Lucho, Loly y Jimena, en la “Noche Florentina” en uno de los lugares más bellos de Florencia: “La Certosa“, ubicado en una de las colinas de la ciudad “Cercina”, frente a un antiguo monasterio benedictino. Pero el disco italiano que más recuerdo es el de Renato Carosone: Guaglione, O sarracino, Chella lla’, La panse, Maruzzella, Luna rossa, Pigliate ‘na pastiglia, que años después, gracias a los programas que permiten bajar música, he podido reunir todas estas canciones en un archivo mp3 de música italiana, que cuando lo escucho vuelve a mi memoria la antigua radiola JVC y los discos de mi padre.

Nunca supe el nombre del señor de los discos, hace unos meses les pregunté a mi madre y a mi hermana si lo recordaban, y me contestaron que no, no sabían de quién les hablaba y menos podían recordar su nombre, de manera que, no puedo hacer otra cosa que recordarlo como “El señor de los discos”, que permitió que mi padre le comprara sus discos en una época en que no había un almacén de música en Machala.
Cuando por fin se inauguró la carretera Machala-Guayaquil el comercio empezó a cambiar y se instalaron los almacenes de música, recuerdo el del amigo Andrés Pacheco, ubicado junto a TAME, a donde concurría habitualmente para adquirir mis discos, ya se imponían Sandro, Favio, Alberto Vásquez, Los Iracundos, y mi padre empezó a comprar los discos en 4 fases, que presentaban un sonido espectacular por la forma de grabación, era lo máximo en ese entonces, y recuerdo el disco de Ronnie Aldrich y sus dos pianos, y especialmente “Gypsy” de Werner Müller con las mejores canciones de todas las épocas: Czardas, Rapsodia Húngara N° 2, Dos guitarras, Zorba el griego, Ojos negros.

 
 
Ahora las tengo a todas, nuevamente a mi disposición, lo que antes era el disco de 4 fases en la radiola de mi padre, ahora es un archivo en mi computadora y un CD en mp3 en mi carro, que continuamente estoy grabando, de acuerdo a mis preferencias momentáneas, que casi siempre se dejan llevar por lo que dictan los laberintos de mi memoria, disminuida a veces, por lagunas mentales propias de la edad, pero que están siendo combatidas con estos escritos en mi blog Memorias de un jubilado, antes de que llegue la pérdida total de los recuerdos.
 
Tengo muchísimas formas de recordar a mi padre, él me enseñó tanto durante toda su vida, desde que veo mi primera imagen en el espejo al despertarme, lo veo a él, –dicen que me parezco un poco, siempre respondo tal vez en lo físico, porque en lo espiritual estoy muy lejos– pero por sobre todo, lo recuerdo  con el ejemplo de vida que me dio, por eso me golpeó tanto la llamada que recibí años atrás del Dr. Hugo Sánchez Director Técnico de SOLCA Machala, cuando me explicó que mi padre, siendo Presidente de SOLCA, se había realizado exámenes rutinarios cuyos resultados eran confusos y me pedían que lo lleve al laboratorio para tomar otras muestras de sangre. No quería entender, mi mente lo rehusaba, sentía que mi cabeza iba a estallar, recuerdo haber dicho ¿Por qué yo?  y le pedí al doctor que me explique lo que trataba de decir:
–Don Galo tiene Leucemia, y queremos hacer otros análisis para confirmarlo, pero no nos atrevemos a decírselo, por eso le pido que lo traiga, diciéndole que las muestras anteriores no sirven, están contaminadas–
–No creo que resulte–  le contesté –tengo que decírselo directamente, él no se merece un engaño–
Cuando confirmaron la noticia, nos alentábamos con mi madre y mi hermana Patricia, en el sentido de que, muchas personas con esta enfermedad pueden seguir haciendo su vida normal durante muchos años. Me lo dijo también el primer médico que lo trató, en Quito, cuyo nombre no recuerdo, pero tenía entre sus pacientes a ejecutivos con esa enfermedad, durante muchos años –nos daba esperanzas de vida–.  Un domingo cualquiera de ese entonces, acudió en la mañana a casa de su hermano Servio, allí estaban reunidos desayunando, varios de sus hermanos, Winston y Martha, Dula, Josefina, y desde luego Servio y Yolanda, y les dio la noticia sin que se le corte la voz, con toda serenidad,  pidiéndoles que lo acepten como algo natural y sin lamentaciones –él no quería causar problemas a su familia a la que tanto quería–
Y comenzó una larga batalla acompañado siempre por mi madre, en los tratamientos en SOLCA Guayaquil, hasta aquel día 26 de marzo del 2001, cuando en su cama, se nos fue –pero se nos fue para ya nunca irse de nosotros–. Al siguiente día en el altar de la Catedral de Machala, completamente llena, junto al féretro de mi padre, pronuncié la oración más hermosa que existe para despedir a un ser querido “Silencio y paz”, me la había sugerido una de sus primas más queridas Hipatia Paladines de Chavarría, me la había aprendido durante el velorio, y no sé de dónde saqué fuerzas para decirla, mirando continuamente a mi madre y a mi hermana, pues la batalla había terminado:
“Silencio y paz, /fue llevado al país de la vida. / ¿Para qué hacer preguntas? /Su morada, desde ahora es el descanso, /y su vestido la luz para siempre. /Silencio y paz. ¿Qué sabemos nosotros.”
Dios mío, Señor de la historia, /y dueño del ayer y del mañana, /en tus manos están las llaves de la vida y de la muerte. /Sin preguntarnos /lo llevaste contigo a la morada santa, /y nosotros cerramos nuestros ojos, /bajamos la frente /y simplemente decimos: Está bien, Así sea…”
No creo que pase un día sin recordarlo, lo extraño tanto, estaba tan acostumbrado a verlo como un amigo incondicional y como un padre amoroso con sus hijos, siempre junto a mi madre, y no dejo de admirar –ahora que soy abuelo– la capacidad que tenía para hacerse querer de sus nietos y para amarlos totalmente. Sus hermanos eran tan importantes para él, que no dejo de recordar el respeto con que los trataba, jamás vi en él una muestra de inconformidad con alguno de ellos.
–Eran ocho hermanos, ahora sólo quedan tres–
Y me quedó para siempre su música, no cualquier disco heredado, sino su gusto por la música, como una herencia íntima que me permite regocijarme en su memoria.
Seguramente nunca sabré quién fue el señor de los discos, pero si estoy seguro que el Señor de la música en mi vida, fue mi padre, Galo Córdova Polo.
"La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla"
Gabriel García Márquez

lunes, 7 de octubre de 2013


Memorias de un jubilado – N° 12
“Hilaré mi nostalgia…Parte II”
Sabía que nunca más iba a regresar al “Rancho Alegre”, comprendía que la vida había cambiado, ya no más reuniones con mis amigos “Los Indomables”, ya no más los panes de dulce suavecitos o palanquetas crocantes recién salidas del horno, calientitas, que degustaba en las madrugadas de los sábados caminando hacia mi casa, después de una larga jornada en el Rancho y una parada obligatoria en la panadería contigua, de la cual nunca supe su nombre, pero su recuerdo perdura en mi memoria, como tantas otras cosas de mi vida de soltero, que terminaron el 7 de agosto de 1976, cuando me casé con Nelly en el Templo Faro de Puerto Bolívar, frente al mar  –bueno, en realidad frente al Estero Santa Rosa– sintiendo y disfrutando el aire marino al salir de la iglesia, que podía ser presagio de una vida plena.
Por eso, cuando llegamos por primera vez al bar El Rodeo, ubicado en Urdesa, en Las Lomas y la Primera, junto al cine Maya, de tan gratos recuerdos, sentía una sensación de continuar disfrutando de las cosas buenas que nos da esta vida, –me decía a mí mismo: ¡vamos a lo nuestro!– al empujar sus pequeñas puertas abatibles de madera, de color oscuro, exactamente iguales a las de una cantina del viejo oeste, las había visto en las películas de los “spaghetti western” de Clint Eastwood, Guiliano Gemma, Franco Nero, o en los comics de mi niñez, que leía y releía tantas veces como quería, dejando volar mi imaginación: El Llanero Solitario, Hopalong Cassidy, Red Ryder.  Nos hicimos clientes frecuentes del Rodeo con Nelly y con nuestros buenos amigos de toda la vida Carlos y Priscilla Henríquez, y cambié –sin darme cuenta– las canciones preferidas de la rocola del “Rancho” por la música del “Rodeo” que, por suerte, la ponía un tipo con un muy buen gusto musical, allí se escuchaba todos los sábados las canciones en inglés de Albert Hammond y especialmente su L.P. editado en 1976 titulado “My spanish album” con boleros y rancheritas con un toque moderno que ponía a cantar a todos los asistentes, entre otras canciones: Que seas feliz, Espérame en el cielo, Fallaste corazón, Nosotros, Échame a mí la culpa, Ella: –“…Me cansé de rogarle,/ me canse de decirle, /que yo sin ella de pena muero, /ya no quiso escucharme,  /si sus labios se abrieron, /fue pa' decirme ya no te quiero… 

La noche en el Rodeo, encendida ya con la música de Albert Hammond, llegaba a su punto más alto cuando ponían las canciones del grupo español Tradición, de su L.P. “Tradición Canta al Ecuador”: Sombras, Guayaquil de mis amores, Vasija de barro, Manabí, Alma lojana, Van cantando por la Sierra, Lamparilla, entre otras, con un ritmo juvenil que entusiasmaba y aumentaba el consumo de las cervezas Club verde en la misma proporción que el volumen del canto de todos los asistentes: “Tierra hermosa de mis sueños, /donde vi la luz primera, /donde ardió la inmensa hoguera /de mi ardiente frenesí.…” 

Al final de la jornada, a cualquier hora de la madrugada, siempre estaba esperándonos un “chili con carne” bien caliente y picante, con galletas “Saltinas”, crocantes y saladitas, en el “Rey Burger”, un local ubicado en la esquina de la explanada del estadio Modelo Guayaquil, con estilo americano y con servicio al carro, que permitía de una manera digna y revitalizante  acabar una buena noche de farra.
Vivimos en Guayaquil desde agosto de 1976 hasta agosto de 1978, fecha en que regresamos a Machala con un contrato para supervisar la construcción del Muelle Marginal en Autoridad Portuaria de Puerto Bolívar. Solamente dos años, que en los laberintos de mi memoria parecían mucho más, por una sola razón, la pasamos tan bien en Guayaquil que nos dolió dejarlo. Vivíamos en Urdesa, en Bálsamos y la Quinta, cerquita del Rodeo y del Cine Maya, en una habitación en la casa de la señora Emilia Cañizares, como pensionistas, al igual que algunos de mis primos, desde allí salíamos todos los sábados o domingos en las bicicletas que nos compramos y pedaleábamos hasta los Ceibos, y en algunas ocasiones decidíamos ir a Playas en nuestra camioneta Isuzu a disfrutar del mar y la arena, y de las ostras estimulantes.
Nelly ingresó a la Universidad Católica en mayo de 1977 para estudiar Economía, pero se topó con su primer obstáculo, el profesor de Matemáticas era Nicolás Escandón, y tenía la pésima costumbre de preguntar a sus alumnos de que colegio provenían, para saber si tenían las bases suficientes, cuando le tocó el turno a Nelly y dijo que se había graduado en el colegio La Inmaculada de Machala, su respuesta podía desalentar a cualquiera,  fue terminante:
–No pierdas el tiempo, busca otra carrera–
Lo que él no sabía es que yo iba actuar como su profesor particular, –en varios aspectos– y todas las noches combinábamos nuestras actividades al volver a nuestra habitación.  Nicolás Escandón había sido mi profesor de matemáticas en 5° y 6° curso FIMA del San José-La Salle y en los primeros años de Ingeniería Civil en la Católica y me conocía perfectamente, y yo conocía sus métodos. En el primer examen, que desde luego salió muy bien –para su sorpresa–, él ya se dio cuenta de la clase de estudiante que era y buscó su amistad, más aún cuando se enteró que estábamos casados, aprobó el primer año sin problemas y empezó el segundo, y cuando fuimos a despedirnos de él pues volvíamos a Machala en agosto de 1978, me increpó diciéndome que no tenía derecho a truncar su carrera, que me vaya a trabajar a Machala y que la deje terminar sus estudios en Guayaquil.  –Pero las noches eran tan frías, que preferimos dormir juntos, además algunos compañeros de Nelly, sabiendo que estaba casada comenzaron a llamarla con el nombre de aquel famoso bolero: Señora Bonita
A los pocos meses decidimos buscar un departamento pequeño para vivir completamente solos y encontramos algo que en ese entonces nos parecía lo mejor, y lo alquilamos, era un departamentito de dos ambientes, ubicado en la Ciudadela  Ferroviaria cerca del puente Cinco de Junio, frente al estero Salado –el fuerte olor del lodo en la baja marea me ha seguido toda la vida– una habitación era nuestro dormitorio junto al baño, y el otro ambiente era todo, no había más, sala, comedor, cocina, pero como no teníamos nada, estaba vacío. Lo único que teníamos era la cama que había mandado a hacer antes de casarnos, y una cómoda de mi época de soltero, que nos sirvió para dividir el pequeñísimo espacio destinado a la cocina, como comedor nos sirvió una mesita redonda pequeña con cuatro sillas que nos regaló mi suegra, y para la sala adquirimos nuestro primer juego de muebles, que aún ahora  nos parece bellísimo: un pequeño juego de mimbre de un sofá de tres puestos y dos individuales, además de una mesita  y una repisa vertical. Este juego de mimbre todavía existe, se lo regalamos a Naty que nos acompañó durante tanto tiempo trabajando en nuestra casa, con excepción de la repisa vertical que la conservamos en perfecto estado como un recuerdo de nuestro primer departamento.
La vida de recién casados en ese departamento nos dejó sólo buenos recuerdos, allí nos reuníamos con nuestros amigos Carlos Henríquez y Priscilla, Fernando Armas y Vilma, Gina Henríquez, en alguna ocasión Nicolás Castro y Mariquita, mi hermana Elenita de Fátima y su enamorado Javier Freile, que siempre nos ayudaba, al ver que no había en donde sentarse, sacaba el asiento de su antiguo carro Citroën –similar al que tiene el papá de Mafalda– y lo llevaba a la sala, y la noche se salvaba pues entraban tres personas en el asiento, y podíamos estar todos sentados. Era la época de las guitarreadas, Fernando llevaba su guitarra a todas partes y cantaba y hacía cantar todas las canciones que nos gustaban, hasta la hora que sea necesaria, boleros, baladas, pasillos y especialmente rancheritas, cantábamos El Rey, y enseguida la contestación: “…y tú que te creías el Rey de todo el mundo…”, y nunca faltaba en nuestras reuniones, “Un mundo raro”:
Cuando te hablen de amor y de ilusiones,  /y te ofrezcan un sol y un cielo entero, /si te acuerdas de mí no me menciones, /porque vas a sentir amor del bueno…
Pero también cantaba temas folclóricos argentinos y lo hacía de la mejor manera, especialmente una canción de Atahualpa Yupanqui que debió ser su preferida pues la cantaba y declamaba en todas las reuniones y hasta hizo que me la aprendiera de tanto oírla, a pesar de ser una letra difícil, la canción se llama “Milonga del peón del campo”:
Yo nunca tuve tropilla, /siempre e montao en ajeno. /Tuve un zaino que, de bueno, /ni pisaba la gramilla. /Vivo una vida sencilla, /como es la del pobre peón /madrugón trás madrugón, /con lluvia, escarcha o pampero, /a veces, me duelen fiero, los hígados y el riñón.
Soy peón de La Estancia Vieja, /partido de Magdalena, /y aunque no valga la pena, /anoten, que no son quejas: /un portón lleno de rejas, /y allá, en el fondo, un chalé. /Lo recibirá un valet, /que anda siempre disfrazao, /más no se asuste, cuñao, /y por mí preguntelé...
Muchas veces me he preguntado ¿por qué todo esto tenía que terminar? Así es la vida me contestaba
El departamento estaba tan bien ubicado, cerca de todas nuestras actividades, Nelly había empezado a trabajar en la Financiera Guayaquil, en el edificio del Núcleo de Ejecutivos en el barrio Orellana, yo trabajaba en Consultoría Técnica, en el mismo barrio Orellana, cerquita de la ciudadela Ferroviaria que quedaba al lado de la Universidad Católica en donde los dos estudiábamos, y estaba cerca del Rodeo en Urdesa y de otro local que frecuentábamos, que se llamaba La Tapita, nombre irónico pues sólo vendían cerveza de barril, es decir, allí no habían tapas de botellas –a no ser que llegue un tipo raro y pida una Coca Cola, me dijo Carlos recientemente, lo cual hubiese llamado la atención, pues todos los asistentes tenían su jarro de cerveza en la mano–.  Estaba ubicado en la ciudadela El Paraíso, en la avenida Carlos Julio Arosemena, las mesas eran largas de cuatro tablones y bancos largos de madera en vez de sillas, al final de la noche debe haber dolido la espalda pero el hecho de haber pasado la noche tan bien con nuestros amigos y el grado alcohólico en el cuerpo, hacían olvidar la incomodidad.  
– ¡Éramos tan jóvenes!–
Para poder realizar mi tesis de grado tuve que retirarme de Consultoría Técnica por seis meses, y mientras Nelly estaba en su trabajo me dedicaba completamente a mi tema “Comparación de dos métodos de cálculo y de un programa de computadora para determinar hasta que altura debe llegar un muro de hormigón armado estructural, en edificios de más de diez pisos”. El tema me lo sugirió mi jefe el Ing. Francisco Vera González socio del Ing. Carlos Cruz en Consultoría Técnica, con quienes aprendí tanto de las estructuras que me sirvió para toda la vida. Allí trabajé con Carlos Henríquez, Don John Palacios, Carlos León, Carlitos Quimí, Lucho Polo, “Veneno” Torres y el recordado “Camelín”, y compartimos  muchísimas horas de trabajo, durante el día o la noche, sin horario, sólo con la responsabilidad de entregar el trabajo a tiempo, pero también compartimos –mientras estaba soltero– muchísimas cervezas en los bares vecinos a la oficina. 
Cuando me gradué de Ingeniero Civil en febrero de 1978 regresé a Consultoría Técnica y el Ing. Vera me entregó los planos arquitectónicos del Proyecto Edificio San Francisco 300, de 26 pisos de parqueos, oficinas y departamentos, de 94 metros de altura, el más importante que se iba a construir en ese entonces en Guayaquil, en la avenida 9 de octubre entre dos calles General Córdova y Pedro Carbo, y simplemente me dijo:
–Javier, toma este proyecto y aplica tu tesis–
Después de varios días de trabajo le entregué el análisis estructural y él se encargó de diseñarlo, y se comprobó que el muro de hormigón estructural en el centro del edificio, no debía llegar hasta el piso 26 pues presentaba un comportamiento errático en caso de sismo, llegó solamente hasta el piso 23. El edificio se construyó posteriormente y cada vez que paso cerca, levanto la vista hacia el piso 23 y me digo a mi mismo: ­–yo sé que hasta ahí llega el muro–
Ahora, luego del tiempo transcurrido vemos que fue un error salir de la ciudadela Ferroviaria y cambiarnos a un departamento más grande, de tres dormitorios, pero en el extremo sur de la ciudad, en uno de los bloques de La Pradera, –primero El Rancho, después el Rodeo y por último La Pradera, el oeste americano ligado a mi vida– necesitábamos una hora para llegar al barrio Orellana, tomando calles secundarias, evitando semáforos pero incrementando los riesgos en cada esquina en donde no se respete un pare, tanto, que poco a poco fuimos pensando en el regreso a Machala, sabiendo además, que en algún momento íbamos a planificar tener hijos, y que lo mejor era regresar.
Al día siguiente de nuestro matrimonio, el domingo 8 de agosto de 1976, salimos del hotel rumbo a Salinas, mis padres nos habían regalado los pasajes a Miami, pero conseguimos asientos en el vuelo del miércoles 11 de agosto, de manera que teníamos que esperar algunos días, cuando se enteró de ésto, Augusto Correia “el portugués”, nos invitó a la suite matrimonial del Hotel Miramar en Salinas, que en esa época administraba, con champagne francés en la habitación y todos los mariscos que quisiéramos. Era temporada de sierra, hacía frío, había poca gente y se podía disfrutar caminar por la playa durante el día y por el malecón durante la noche. –No podía haber mejor comienzo para nuestro matrimonio–
En Miami Beach nos hospedamos en un hotel pequeño de la playa –se llamaba Sagamore– y disfrutamos de nuestro primer viaje, luego volvimos varias veces, primero con nuestras dos hijas y luego con las tres, en mejores hoteles, y siempre con el recorrido hasta Orlando, pero ningún viaje se puede comparar con el de la luna de miel, “sin horario, ni fecha en el calendario”. El viernes muy temprano en la mañana, llamaron por teléfono a la habitación para advertirnos que nadie podía salir del hotel, una tormenta tropical golpeaba a Miami y toda la ciudad estaba advertida. El viento era tan fuerte que levantaba el agua de la piscina de un lado al otro, a pesar de que estaba en un nivel medio. Nos pidieron disculpas por teléfono y nos recomendaron no salir de la habitación, yo simplemente le respondí:
–Señorita no tiene por qué disculparse, no va a ser ningún problema para nosotros pasar encerrados, es nuestra luna de miel–
 
"La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla"

Gabriel García Márquez