jueves, 17 de octubre de 2013


Memorias de un jubilado – N° 13

El señor de los discos

Papi lo busca el señor de los discos
Era el año 1963, estaba en mi último año de la escuela, y recuerdo perfectamente la emoción que me causaba la visita del señor que nos vendía los discos que se editaban en Guayaquil, él viajaba en los barcos –no había carretera Machala-Guayaquil– y cumplía con cualquier encargo que se le hacía, y siempre se lo veía caminando por las calles polvorientas de Machala de esa época y bajo soles ardientes buscando la sombra de los soportales, con su maletín y algunos discos bajo el brazo, ya que en Machala no existía ningún local dedicado a venderlos.
En todas las radios de Guayaquil  se escuchaba la propaganda de J.D. Feraud Guzmán, que iniciaba con el sonido del saxo de Big Sam Morowitz en la famosa “Harlem nocturno”, y en seguida la voz del anunciante:
–“Haga del disco su mejor regalo..… J.D. Feraud Guzmán”–
Me parecía algo fantástico, me imaginaba tener en un solo local toda la música del mundo que se escuchaba en las radios, y poder sentir uno a uno, en mis manos los discos en formato Long Play, y comprar aunque sea uno a la vez, para tenerlo en la casa y escucharlo en la “Radiola JVC” que tenía mi padre en casa, allí empecé a valorar la música como algo especial en mi vida, y desde luego tenía mis preferencias, crecí admirando a Los Iracundos, y a los Beatles –gracias al señor de los discos pude tener el primer disco de los Beatles que grabara IFESA en Ecuador–, y más tarde mis preferencias se fueron hacia el rock clásico de Led Zeppelin, The Doors, Creedence Clearwater Revival, pero poco a poco me daba cuenta que conocía exactamente las letras de los tangos argentinos, de tanto oírlos cantar a mi padre cuando escuchaba sus discos, algunos con letras muy difíciles pues estaban escritos en “lunfardo” la jerga de Buenos Aires      
–“Cuando rajés los tamangos / buscando ese mango / que te haga morfar...” – (Cuando dañes los zapatos buscando ese dinero que te haga comer)
Y siempre, hasta ahora, o hasta el fin, apreciaré en sumo grado, la antigua “Melodía de arrabal”:
–“Viejo... barrio... /perdoná si al evocarte /se me pianta un lagrimón, /que al rodar en tu empedrao /es un beso prolongao /que te da mi corazón.
Cuna de tauras y cantores, /de broncas y entreveros /de todos mis amores; /en tus muros con mi acero /yo grabe nombres que quiero: /Rosa, la Milonguita... /era rubia Margot... /en la primer
cita /la paica Rita me dio su amor.”
Las letras de los tangos eran historias de amores y desamores, que al cursar los primeros años del colegio, me sacaban de la realidad de esa Machala antigua, y me llevaban a donde mi imaginación quería, historias que se incrementaron cuando empecé a ser cliente asiduo del cine Popular, ubicado convenientemente a una cuadra de mi casa en la calle Sucre, y pude apreciar las viejas películas de Carlitos Gardel  –en blanco y negro desde luego–, allí en sus bancas largas de madera, no habían butacas en este cine, podía verlo cantar las canciones que en la radiola de mi casa sólo podía oir, y la satisfacción era completa. Enrique Santos Discépolo, uno de sus máximos poetas, definió al tango como un pensamiento triste que se baila, algunos lo consideran un acto sexual elegante que se ejecuta bailando, pero de cualquier manera se impuso en el mundo entero.
Escuchaba a mi padre cantar los tangos argentinos de los discos que ponía en su radiola cada vez que regresaba de su trabajo, pero no sólo de Carlos Gardel  sino también de las grandes orquestas argentinas de Aníbal Troilo, de Alfredo de Ángelis, Francisco Canaro, Miguel Caló y desde luego del “Varón del tango” Julio Sosa –uruguayo, para desgracia de los argentinos–. Por eso, cuando terminaba el colegio en 1969, y las autoridades programaron la gira de graduación de un mes por Buenos Aires y Santiago, realizando actividades durante todo el año para financiar la gira, mi padre que me apoyó en todo, me dijo:
–Vas a realizar el viaje que siempre he querido hacer–
Y pude disfrutar Buenos Aires en febrero de 1970, tenía 17 años  y una visión juvenil, junto con mis compañeros del San José-La Salle, que no me permitió conocer el verdadero Buenos Aires, el de los tangos, hasta que en octubre de 1986, debí viajar otra vez para asistir a un Seminario de Puertos y Vías Navegables, enviado por Autoridad Portuaria de Puerto Bolívar, y viajé con Nelly, y ahora sí, conocimos el mundo del tango, directamente en los barrios porteños en donde nació. Mi padre, por fin pudo conocer Argentina en 1975, y cumplir su viejo sueño, junto a mi madre, y regresaron otra vez, años después, a seguir disfrutando de Buenos Aires y del tango que durante toda su vida lo había cantado.

Pero tengo guardado en mi memoria, que no solamente eran los tangos los que ponía mi padre en su radiola, sino también la música italiana clásica: O sole mío, Torna a Sorreto, Funiculí Funiculá, Al Di La, Arrivederchi Roma, y la famosa Volare: “Nel blu dipinto di blu”, que años más tarde, en junio del 2009, disfrutáramos con Nelly y nuestros amigos Panchito y Saharita, Lucho, Loly y Jimena, en la “Noche Florentina” en uno de los lugares más bellos de Florencia: “La Certosa“, ubicado en una de las colinas de la ciudad “Cercina”, frente a un antiguo monasterio benedictino. Pero el disco italiano que más recuerdo es el de Renato Carosone: Guaglione, O sarracino, Chella lla’, La panse, Maruzzella, Luna rossa, Pigliate ‘na pastiglia, que años después, gracias a los programas que permiten bajar música, he podido reunir todas estas canciones en un archivo mp3 de música italiana, que cuando lo escucho vuelve a mi memoria la antigua radiola JVC y los discos de mi padre.

Nunca supe el nombre del señor de los discos, hace unos meses les pregunté a mi madre y a mi hermana si lo recordaban, y me contestaron que no, no sabían de quién les hablaba y menos podían recordar su nombre, de manera que, no puedo hacer otra cosa que recordarlo como “El señor de los discos”, que permitió que mi padre le comprara sus discos en una época en que no había un almacén de música en Machala.
Cuando por fin se inauguró la carretera Machala-Guayaquil el comercio empezó a cambiar y se instalaron los almacenes de música, recuerdo el del amigo Andrés Pacheco, ubicado junto a TAME, a donde concurría habitualmente para adquirir mis discos, ya se imponían Sandro, Favio, Alberto Vásquez, Los Iracundos, y mi padre empezó a comprar los discos en 4 fases, que presentaban un sonido espectacular por la forma de grabación, era lo máximo en ese entonces, y recuerdo el disco de Ronnie Aldrich y sus dos pianos, y especialmente “Gypsy” de Werner Müller con las mejores canciones de todas las épocas: Czardas, Rapsodia Húngara N° 2, Dos guitarras, Zorba el griego, Ojos negros.

 
 
Ahora las tengo a todas, nuevamente a mi disposición, lo que antes era el disco de 4 fases en la radiola de mi padre, ahora es un archivo en mi computadora y un CD en mp3 en mi carro, que continuamente estoy grabando, de acuerdo a mis preferencias momentáneas, que casi siempre se dejan llevar por lo que dictan los laberintos de mi memoria, disminuida a veces, por lagunas mentales propias de la edad, pero que están siendo combatidas con estos escritos en mi blog Memorias de un jubilado, antes de que llegue la pérdida total de los recuerdos.
 
Tengo muchísimas formas de recordar a mi padre, él me enseñó tanto durante toda su vida, desde que veo mi primera imagen en el espejo al despertarme, lo veo a él, –dicen que me parezco un poco, siempre respondo tal vez en lo físico, porque en lo espiritual estoy muy lejos– pero por sobre todo, lo recuerdo  con el ejemplo de vida que me dio, por eso me golpeó tanto la llamada que recibí años atrás del Dr. Hugo Sánchez Director Técnico de SOLCA Machala, cuando me explicó que mi padre, siendo Presidente de SOLCA, se había realizado exámenes rutinarios cuyos resultados eran confusos y me pedían que lo lleve al laboratorio para tomar otras muestras de sangre. No quería entender, mi mente lo rehusaba, sentía que mi cabeza iba a estallar, recuerdo haber dicho ¿Por qué yo?  y le pedí al doctor que me explique lo que trataba de decir:
–Don Galo tiene Leucemia, y queremos hacer otros análisis para confirmarlo, pero no nos atrevemos a decírselo, por eso le pido que lo traiga, diciéndole que las muestras anteriores no sirven, están contaminadas–
–No creo que resulte–  le contesté –tengo que decírselo directamente, él no se merece un engaño–
Cuando confirmaron la noticia, nos alentábamos con mi madre y mi hermana Patricia, en el sentido de que, muchas personas con esta enfermedad pueden seguir haciendo su vida normal durante muchos años. Me lo dijo también el primer médico que lo trató, en Quito, cuyo nombre no recuerdo, pero tenía entre sus pacientes a ejecutivos con esa enfermedad, durante muchos años –nos daba esperanzas de vida–.  Un domingo cualquiera de ese entonces, acudió en la mañana a casa de su hermano Servio, allí estaban reunidos desayunando, varios de sus hermanos, Winston y Martha, Dula, Josefina, y desde luego Servio y Yolanda, y les dio la noticia sin que se le corte la voz, con toda serenidad,  pidiéndoles que lo acepten como algo natural y sin lamentaciones –él no quería causar problemas a su familia a la que tanto quería–
Y comenzó una larga batalla acompañado siempre por mi madre, en los tratamientos en SOLCA Guayaquil, hasta aquel día 26 de marzo del 2001, cuando en su cama, se nos fue –pero se nos fue para ya nunca irse de nosotros–. Al siguiente día en el altar de la Catedral de Machala, completamente llena, junto al féretro de mi padre, pronuncié la oración más hermosa que existe para despedir a un ser querido “Silencio y paz”, me la había sugerido una de sus primas más queridas Hipatia Paladines de Chavarría, me la había aprendido durante el velorio, y no sé de dónde saqué fuerzas para decirla, mirando continuamente a mi madre y a mi hermana, pues la batalla había terminado:
“Silencio y paz, /fue llevado al país de la vida. / ¿Para qué hacer preguntas? /Su morada, desde ahora es el descanso, /y su vestido la luz para siempre. /Silencio y paz. ¿Qué sabemos nosotros.”
Dios mío, Señor de la historia, /y dueño del ayer y del mañana, /en tus manos están las llaves de la vida y de la muerte. /Sin preguntarnos /lo llevaste contigo a la morada santa, /y nosotros cerramos nuestros ojos, /bajamos la frente /y simplemente decimos: Está bien, Así sea…”
No creo que pase un día sin recordarlo, lo extraño tanto, estaba tan acostumbrado a verlo como un amigo incondicional y como un padre amoroso con sus hijos, siempre junto a mi madre, y no dejo de admirar –ahora que soy abuelo– la capacidad que tenía para hacerse querer de sus nietos y para amarlos totalmente. Sus hermanos eran tan importantes para él, que no dejo de recordar el respeto con que los trataba, jamás vi en él una muestra de inconformidad con alguno de ellos.
–Eran ocho hermanos, ahora sólo quedan tres–
Y me quedó para siempre su música, no cualquier disco heredado, sino su gusto por la música, como una herencia íntima que me permite regocijarme en su memoria.
Seguramente nunca sabré quién fue el señor de los discos, pero si estoy seguro que el Señor de la música en mi vida, fue mi padre, Galo Córdova Polo.
"La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla"
Gabriel García Márquez

No hay comentarios.:

Publicar un comentario