Memorias de un jubilado – N° 12
“Hilaré mi nostalgia…Parte II”
Sabía que nunca más iba a
regresar al “Rancho Alegre”, comprendía que la vida había cambiado, ya no más
reuniones con mis amigos “Los Indomables”, ya no más los panes de dulce
suavecitos o palanquetas crocantes recién salidas del horno, calientitas, que
degustaba en las madrugadas de los sábados caminando hacia mi casa, después de
una larga jornada en el Rancho y una parada obligatoria en la panadería
contigua, de la cual nunca supe su nombre, pero su recuerdo perdura en mi
memoria, como tantas otras cosas de mi vida de soltero, que terminaron el 7 de
agosto de 1976, cuando me casé con Nelly en el Templo Faro de Puerto Bolívar,
frente al mar –bueno, en realidad frente
al Estero Santa Rosa– sintiendo y disfrutando el aire marino al salir de la
iglesia, que podía ser presagio de una vida plena.
Por eso, cuando llegamos por
primera vez al bar El Rodeo, ubicado en Urdesa, en Las Lomas y la Primera,
junto al cine Maya, de tan gratos recuerdos, sentía una sensación de continuar
disfrutando de las cosas buenas que nos da esta vida, –me decía a mí mismo: ¡vamos
a lo nuestro!– al empujar sus pequeñas puertas abatibles de madera, de color oscuro,
exactamente iguales a las de una cantina del viejo oeste, las había visto en
las películas de los “spaghetti western” de Clint Eastwood, Guiliano Gemma, Franco
Nero, o en los comics de mi niñez, que leía y releía tantas veces como quería,
dejando volar mi imaginación: El Llanero Solitario, Hopalong Cassidy, Red Ryder. Nos hicimos clientes frecuentes del Rodeo con
Nelly y con nuestros buenos amigos de toda la vida Carlos y Priscilla
Henríquez, y cambié –sin darme cuenta– las canciones preferidas de la rocola
del “Rancho” por la música del “Rodeo” que, por suerte, la ponía un tipo con un
muy buen gusto musical, allí se escuchaba todos los sábados las canciones en
inglés de Albert Hammond y especialmente su L.P. editado en 1976 titulado “My
spanish album” con boleros y rancheritas con un toque moderno que ponía a
cantar a todos los asistentes, entre otras canciones: Que seas feliz, Espérame
en el cielo, Fallaste corazón, Nosotros, Échame a mí la culpa, Ella: –“…Me
cansé de rogarle,/ me canse de decirle, /que yo sin ella de pena muero, /ya no
quiso escucharme, /si sus labios se
abrieron, /fue pa' decirme ya no te quiero…”
La noche en el Rodeo, encendida
ya con la música de Albert Hammond, llegaba a su punto más alto cuando ponían
las canciones del grupo español Tradición, de su L.P. “Tradición Canta al
Ecuador”: Sombras, Guayaquil de mis amores, Vasija de barro, Manabí, Alma
lojana, Van cantando por la Sierra, Lamparilla, entre otras, con un ritmo juvenil
que entusiasmaba y aumentaba el consumo de las cervezas Club verde en la misma
proporción que el volumen del canto de todos los asistentes: “Tierra hermosa de
mis sueños, /donde vi la luz primera, /donde ardió la inmensa hoguera /de mi
ardiente frenesí.…”
Al final de la jornada, a
cualquier hora de la madrugada, siempre estaba esperándonos un “chili con
carne” bien caliente y picante, con galletas “Saltinas”, crocantes y saladitas,
en el “Rey Burger”, un local ubicado en la esquina de la explanada del estadio
Modelo Guayaquil, con estilo americano y con servicio al carro, que permitía de
una manera digna y revitalizante acabar
una buena noche de farra.
Vivimos en Guayaquil desde agosto
de 1976 hasta agosto de 1978, fecha en que regresamos a Machala con un contrato
para supervisar la construcción del Muelle Marginal en Autoridad Portuaria de
Puerto Bolívar. Solamente dos años, que en los laberintos de mi memoria
parecían mucho más, por una sola razón, la pasamos tan bien en Guayaquil que
nos dolió dejarlo. Vivíamos en Urdesa, en Bálsamos y la Quinta, cerquita del
Rodeo y del Cine Maya, en una habitación en la casa de la señora Emilia
Cañizares, como pensionistas, al igual que algunos de mis primos, desde allí
salíamos todos los sábados o domingos en las bicicletas que nos compramos y
pedaleábamos hasta los Ceibos, y en algunas ocasiones decidíamos ir a Playas en
nuestra camioneta Isuzu a disfrutar del mar y la arena, y de las ostras estimulantes.
Nelly ingresó a la Universidad
Católica en mayo de 1977 para estudiar Economía, pero se topó con su primer
obstáculo, el profesor de Matemáticas era Nicolás Escandón, y tenía la pésima
costumbre de preguntar a sus alumnos de que colegio provenían, para saber si tenían
las bases suficientes, cuando le tocó el turno a Nelly y dijo que se había
graduado en el colegio La Inmaculada de Machala, su respuesta podía desalentar
a cualquiera, fue terminante:
–No pierdas el tiempo, busca otra
carrera–
Lo que él no sabía es que yo iba
actuar como su profesor particular, –en varios aspectos– y todas las noches
combinábamos nuestras actividades al volver a nuestra habitación. Nicolás Escandón había sido mi profesor de
matemáticas en 5° y 6° curso FIMA del San José-La Salle y en los primeros años
de Ingeniería Civil en la Católica y me conocía perfectamente, y yo conocía sus
métodos. En el primer examen, que desde luego salió muy bien –para su sorpresa–,
él ya se dio cuenta de la clase de estudiante que era y buscó su amistad, más
aún cuando se enteró que estábamos casados, aprobó el primer año sin problemas
y empezó el segundo, y cuando fuimos a despedirnos de él pues volvíamos a
Machala en agosto de 1978, me increpó diciéndome que no tenía derecho a truncar
su carrera, que me vaya a trabajar a Machala y que la deje terminar sus
estudios en Guayaquil. –Pero las noches
eran tan frías, que preferimos dormir juntos, además algunos compañeros de
Nelly, sabiendo que estaba casada comenzaron a llamarla con el nombre de aquel famoso
bolero: Señora Bonita–
A los pocos meses decidimos
buscar un departamento pequeño para vivir completamente solos y encontramos
algo que en ese entonces nos parecía lo mejor, y lo alquilamos, era un
departamentito de dos ambientes, ubicado en la Ciudadela Ferroviaria cerca del puente Cinco de Junio,
frente al estero Salado –el fuerte olor del lodo en la baja marea me ha seguido
toda la vida– una habitación era nuestro dormitorio junto al baño, y el otro
ambiente era todo, no había más, sala, comedor, cocina, pero como no teníamos
nada, estaba vacío. Lo único que teníamos era la cama que había mandado a hacer
antes de casarnos, y una cómoda de mi época de soltero, que nos sirvió para
dividir el pequeñísimo espacio destinado a la cocina, como comedor nos sirvió
una mesita redonda pequeña con cuatro sillas que nos regaló mi suegra, y para
la sala adquirimos nuestro primer juego de muebles, que aún ahora nos parece bellísimo: un pequeño juego de
mimbre de un sofá de tres puestos y dos individuales, además de una mesita y una repisa vertical. Este juego de mimbre
todavía existe, se lo regalamos a Naty que nos acompañó durante tanto tiempo trabajando
en nuestra casa, con excepción de la repisa vertical que la conservamos en
perfecto estado como un recuerdo de nuestro primer departamento.
La vida de recién casados en ese
departamento nos dejó sólo buenos recuerdos, allí nos reuníamos con nuestros
amigos Carlos Henríquez y Priscilla, Fernando Armas y Vilma, Gina Henríquez, en
alguna ocasión Nicolás Castro y Mariquita, mi hermana Elenita de Fátima y su enamorado
Javier Freile, que siempre nos ayudaba, al ver que no había en donde sentarse,
sacaba el asiento de su antiguo carro Citroën –similar al que tiene el papá de
Mafalda– y lo llevaba a la sala, y la noche se salvaba pues entraban tres
personas en el asiento, y podíamos estar todos sentados. Era la época de las
guitarreadas, Fernando llevaba su guitarra a todas partes y cantaba y hacía cantar
todas las canciones que nos gustaban, hasta la hora que sea necesaria, boleros,
baladas, pasillos y especialmente rancheritas, cantábamos El Rey, y enseguida la contestación: “…y tú que te creías el Rey de todo el mundo…”, y nunca faltaba en
nuestras reuniones, “Un mundo raro”:
Cuando te hablen de amor y de ilusiones, /y te ofrezcan un sol y un cielo entero, /si
te acuerdas de mí no me menciones, /porque vas a sentir amor del bueno…
Pero también cantaba temas
folclóricos argentinos y lo hacía de la mejor manera, especialmente una canción
de Atahualpa Yupanqui que debió ser su preferida pues la cantaba y declamaba en
todas las reuniones y hasta hizo que me la aprendiera de tanto oírla, a pesar
de ser una letra difícil, la canción se llama “Milonga del peón del campo”:
Yo nunca tuve
tropilla, /siempre e montao en ajeno. /Tuve un zaino que, de bueno, /ni pisaba
la gramilla. /Vivo una vida sencilla, /como es la del pobre peón /madrugón trás
madrugón, /con lluvia, escarcha o pampero, /a veces, me duelen fiero, los
hígados y el riñón.
Soy peón de La
Estancia Vieja, /partido de Magdalena, /y aunque no valga la pena, /anoten, que
no son quejas: /un portón lleno de rejas, /y allá, en el fondo, un chalé. /Lo
recibirá un valet, /que anda siempre disfrazao, /más no se asuste, cuñao, /y
por mí preguntelé...
–Muchas veces me he preguntado ¿por qué todo
esto tenía que terminar? Así es la vida me contestaba–
El departamento estaba tan bien
ubicado, cerca de todas nuestras actividades, Nelly había empezado a trabajar
en la Financiera Guayaquil, en el edificio del Núcleo de Ejecutivos en el
barrio Orellana, yo trabajaba en Consultoría Técnica, en el mismo barrio
Orellana, cerquita de la ciudadela Ferroviaria que quedaba al lado de la
Universidad Católica en donde los dos estudiábamos, y estaba cerca del Rodeo en
Urdesa y de otro local que frecuentábamos, que se llamaba La Tapita, nombre
irónico pues sólo vendían cerveza de barril, es decir, allí no habían tapas de
botellas –a no ser que llegue un tipo raro y pida una Coca Cola, me dijo Carlos
recientemente, lo cual hubiese llamado la atención, pues todos los asistentes tenían
su jarro de cerveza en la mano–. Estaba
ubicado en la ciudadela El Paraíso, en la avenida Carlos Julio Arosemena, las
mesas eran largas de cuatro tablones y bancos largos de madera en vez de
sillas, al final de la noche debe haber dolido la espalda pero el hecho de
haber pasado la noche tan bien con nuestros amigos y el grado alcohólico en el
cuerpo, hacían olvidar la incomodidad.
– ¡Éramos tan jóvenes!–
Para poder realizar mi tesis de
grado tuve que retirarme de Consultoría Técnica por seis meses, y mientras
Nelly estaba en su trabajo me dedicaba completamente a mi tema “Comparación de
dos métodos de cálculo y de un programa de computadora para determinar hasta
que altura debe llegar un muro de hormigón armado estructural, en edificios de
más de diez pisos”. El tema me lo sugirió mi jefe el Ing. Francisco Vera
González socio del Ing. Carlos Cruz en Consultoría Técnica, con quienes aprendí
tanto de las estructuras que me sirvió para toda la vida. Allí trabajé con
Carlos Henríquez, Don John Palacios, Carlos León, Carlitos Quimí, Lucho Polo,
“Veneno” Torres y el recordado “Camelín”, y compartimos muchísimas horas de trabajo, durante el día o
la noche, sin horario, sólo con la responsabilidad de entregar el trabajo a
tiempo, pero también compartimos –mientras estaba soltero– muchísimas cervezas en
los bares vecinos a la oficina.
Cuando me gradué de Ingeniero Civil
en febrero de 1978 regresé a Consultoría Técnica y el Ing. Vera me entregó los
planos arquitectónicos del Proyecto Edificio San Francisco 300, de 26 pisos de
parqueos, oficinas y departamentos, de 94 metros de altura, el más importante
que se iba a construir en ese entonces en Guayaquil, en la avenida 9 de octubre
entre dos calles General Córdova y Pedro Carbo, y simplemente me dijo:
–Javier, toma este proyecto y
aplica tu tesis–
Después de varios días de trabajo
le entregué el análisis estructural y él se encargó de diseñarlo, y se comprobó
que el muro de hormigón estructural en el centro del edificio, no debía llegar
hasta el piso 26 pues presentaba un comportamiento errático en caso de sismo,
llegó solamente hasta el piso 23. El edificio se construyó posteriormente y
cada vez que paso cerca, levanto la vista hacia el piso 23 y me digo a mi
mismo: –yo sé que hasta ahí llega el muro–
Ahora, luego del tiempo
transcurrido vemos que fue un error salir de la ciudadela Ferroviaria y cambiarnos
a un departamento más grande, de tres dormitorios, pero en el extremo sur de la
ciudad, en uno de los bloques de La Pradera, –primero El Rancho, después el
Rodeo y por último La Pradera, el oeste americano ligado a mi vida–
necesitábamos una hora para llegar al barrio Orellana, tomando calles
secundarias, evitando semáforos pero incrementando los riesgos en cada esquina
en donde no se respete un pare, tanto, que poco a poco fuimos pensando en el
regreso a Machala, sabiendo además, que en algún momento íbamos a planificar
tener hijos, y que lo mejor era regresar.
Al día siguiente de nuestro
matrimonio, el domingo 8 de agosto de 1976, salimos del hotel rumbo a Salinas,
mis padres nos habían regalado los pasajes a Miami, pero conseguimos asientos
en el vuelo del miércoles 11 de agosto, de manera que teníamos que esperar
algunos días, cuando se enteró de ésto, Augusto Correia “el portugués”, nos
invitó a la suite matrimonial del Hotel Miramar en Salinas, que en esa época
administraba, con champagne francés en la habitación y todos los mariscos que
quisiéramos. Era temporada de sierra, hacía frío, había poca gente y se podía
disfrutar caminar por la playa durante el día y por el malecón durante la
noche. –No podía haber mejor comienzo para nuestro matrimonio–
En Miami Beach nos hospedamos en
un hotel pequeño de la playa –se llamaba Sagamore– y disfrutamos de nuestro
primer viaje, luego volvimos varias veces, primero con nuestras dos hijas y
luego con las tres, en mejores hoteles, y siempre con el recorrido hasta
Orlando, pero ningún viaje se puede comparar con el de la luna de miel, “sin
horario, ni fecha en el calendario”. El viernes muy temprano en la mañana,
llamaron por teléfono a la habitación para advertirnos que nadie podía salir
del hotel, una tormenta tropical golpeaba a Miami y toda la ciudad estaba
advertida. El viento era tan fuerte que levantaba el agua de la piscina de un
lado al otro, a pesar de que estaba en un nivel medio. Nos pidieron disculpas
por teléfono y nos recomendaron no salir de la habitación, yo simplemente le
respondí:
–Señorita no tiene por qué
disculparse, no va a ser ningún problema para nosotros pasar encerrados, es
nuestra luna de miel–
"La vida no es la
que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla"
Gabriel García Márquez
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