martes, 19 de noviembre de 2013


Memorias de un jubilado – N° 14
“Cerrado por inventario”
 
Había visto esos letreros tantas veces desde que era un niño, casi siempre al final del año, y veía los locales comerciales cerrados, y me preguntaba siempre qué pasaba, por qué los cerraban, en otros ocasiones el letrero decía “Cerrado por balance”, y yo me imaginaba algún problema familiar en la familia, basándome el viejo tango-bolero de Chico Novarro: Nuestro Balance
“Sentémonos un rato en este bar /a conversar serenamente. /Echemos un vistazo desde aquí /a todo aquello que pudimos rescatar. /Hagamos un balance del pasado /como socios arruinados, /sin rencor…”
Nunca imaginé que en algún momento llegaría a cerrar mi blog, lo había creado con tanta ilusión, pues quería contar historias, desde aquel 24 de junio del 2013 cuando publiqué la primera en el blog, aunque en este caso, al cerrarlo, no se trata de hacer un inventario o un balance de lo escrito, lo escrito, escrito está, y son sólo las personas que han accedido a él, –generosamente, el blog registra 3360 entradas– quienes pueden juzgarlo. En el momento que se publica un recuerdo, que tanto ha costado para rescatarlo de las profundidades de la memoria, deja de pertenecer a su dueño, y pasa a ser de dominio público, y ya no se tiene autoridad sobre él.
Debo cerrar el blog pues debo emprender una larga trayectoria de más de un año a través de los bosques del sol, un lugar inhóspito, con selvas profundas en donde no existe un camino trazado, sino que se lo debe ir abriendo a golpe de machete, y llevando solamente en mi mochila digital las herramientas de supervivencia.
“Caminante, no hay camino, /se hace camino al andar. /Al andar se hace el camino, /y al volver la vista atrás, /se ve la senda que nunca /se ha de volver a pisar…”   Antonio Machado
Pensaba que podría seguir escribiendo sobre aquellos fantasmas de mi memoria que tantas veces dan vueltas en mi mente buscando hilvanar alguna historia o algún cuento corto, que me dé una satisfacción momentánea. Siempre que terminaba una memoria de un jubilado, empezaba otra, a dar vueltas en mi cabeza, y comenzaba a imaginar cual podría ser el inicio de la historia. Alguna vez leí a Gabriel García Márquez, contestando una pregunta en una entrevista, describir la importancia que tiene el inicio de cualquier historia para el desarrollo de la misma:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…” Cien años de soledad.
“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo.” Crónica de una muerte anunciada.
“Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial…” El otoño del patriarca.
“José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había ahogado.” El general en su laberinto.
“El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen.” Memoria de mis putas tristes.
De tal manera que cuando los recuerdos luchaban por salir, mi mente buscaba un inicio digno para narrarlo, y pensaba, si no tengo un inicio no tengo una historia.
Se quedan retenidas en mi memoria tantas historias, que han buscado ser narradas, pero que, lamentablemente, ya no podrá ser, pues se debe cerrar este blog, historias sobre las que ya tenía un inicio –en algún caso–  o sobre las que teniendo tantos recuerdos alrededor de mi mente, aún debían hilvanarse para ser liberadas –“Hilaré mi nostalgia…”–
Se quedan guardadas:
“La Virgen del Cajas”,
“…Y la sangre que brotaba confundiose con el vino…”,
“El toro bravo de Cartagena”,
“Los hermanos peruanos”
“El reloj de Praga dijo: sigan”,
“He arado en el mar”,
“El Bolivesco”,
“La motonave Don Antonio y el chocolate del malecón”,
–No todo lo que se vive se recuerda. Hay elementos que la conciencia graba en lo más profundo y que la memoria jamás podrá recordar ni contar–
Pero además de querer narrar estos recuerdos, pensaba que algún día podría dar a las historias ya contadas otra alternativa para su final, de acuerdo a lo que mi imaginación me dictare en ese momento, convirtiendo la historia real en un cuento corto con las licencias literarias que este permite, tal como lo hice en el Blog N° 1: “Tres minutos: Una vida corta.”
Y con ese pensamiento me atrevo a cambiar la historia real de “La maldición de la gitana” por el siguiente cuento corto
“La maldición de la gitana”
Cuando me di cuenta que su mano recorría suavemente mi cadera, sin que las personas que estaban a nuestro alrededor se dieran cuenta, sentí una extraña sensación y reaccioné con violencia, rápidamente le apreté la mano justo cuando llegaba a mi billetera que la había guardado en el bolsillo delantero derecho del pantalón, gritándole al mismo tiempo
– ¡Ladrona, qué querés!–  
Todo el grupo que nos acompañaba, argentinos, uruguayos, paraguayos, se dieron cuenta de lo que pasaba y gritaban a coro – ¡Ladrona, ladrona, ladrona!–,  una multitud nos rodeaba, yo no le soltaba la mano dentro de mi bolsillo, y seguí increpándola
– ¿Qué querés mis tarjetas de crédito, mis dólares, o buscás mi pasaporte? – Así, con acento argentino, inexplicablemente.
Lucho me dijo después –Javier, ¿qué te pasó que hablabas como argentino? –
–Y, qué se yo! En pleno shock por el intento de robo, se me pegó la forma de hablar de los compañeros de viaje argentinos–
Ella no decía nada. Era una mujer bajita, flaca, muy flaca, que aparentaba ser una anciana para pedir caridad, y así arrimarse a cualquier turista, para meterle la mano al bolsillo, pero sólo aparentaba vejez, era una joven gitana más fea que el susto, y se cubría la cabeza con un largo manto de color indefinido, se moría de rabia al ver que no la soltaba y que todos los turistas frente a la Basílica de la Sagrada Familia, en Barcelona, la identificaban como una ladrona y se lo gritaban.

El viaje se había planificado un año antes, el grupo lo conformaban Panchito y Saharita, Lucho, Loly y Jimena, y nosotros Javier y Nelly, cuando empezamos el recorrido en París el miércoles 6 de mayo del 2009, los guías españoles nos advirtieron del riesgo de las gitanas en los sitios en donde mayor era la concentración de turistas, y en cada ciudad nos repetían la advertencia, las habíamos visto en París, en Viena, y en Florencia por todas partes, de manera que, esa mañana del sábado 23 de mayo del 2009 encontrarla frente a la Basílica de la Sagrada Familia, no fue ninguna novedad.
La había visto venir, a unos treinta metros, llevaba un cartel en la mano, un pedazo de cartón con una anotación pidiendo una caridad, y tenía una imagen deplorable, ella iba a la caza de alguna presa, cual ave de rapiña sobrevolando a un moribundo, sus movimientos eran calculados, se deslizaba entre la gente lentamente, para ocultar su intención, pero, advertido como estaba, decidí jugar su  juego,  – “Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera” –, fingía que no la había visto, mientras se escuchaban las palabras del guía, y los turistas tomaban fotografías de la Basílica de Gaudí –siempre inconclusa, siempre con obras nuevas–, nunca la miré de frente, sólo de reojo, cuando ella pasó a mi lado, inmediatamente dio media vuelta y se me arrimó mostrándome el cartelito, y con voz lastimera me pedía ayuda para comer. Me había elegido, debí parecerle el más tonto de todos, y se confió, allí empezaba la batalla.
Inmediatamente después de agarrarle la mano, recuerdo haberle preguntado
–Por qué me elegiste a mí, por qué pensás que soy el más cojudo? –
–Mirá, acá está Panchito– Panchito me miró sorprendido y molesto.
–O Lucho, o cualquiera de estos argentinos boludos–
Ella me clavo la mirada en los ojos, una mirada llena de furia, y gritándome con odio me lanzó una maldición gitana: Yo te maldigo, no vas a llegar a tu casa
Me asusté y le solté la mano, ya no se oía ningún grito, el silencio era sepulcral, todos se daban cuenta de la gravedad de una maldición gitana, en segundos desapareció de la escena, y el recorrido turístico pudo continuar hasta el almuerzo en Puerto Olímpico, en donde nos reímos del incidente al calor de las jarras del buen vino de la casa y los mariscos que nos servían bandeja tras bandeja y el vino, jarra tras jarra.

–Señor Usted no puede pasar, Usted está caliente– me dijo una Doctora del Ministerio de Salud que hacía el control del virus en el aeropuerto de Guayaquil.
–Siempre Doctora,  pregúntele a mi esposa que está aquí a mi lado
Señor, esto no es broma, Usted está enfermo
–Doctora, llevo horas viajando, estoy cansado, tengo que viajar a Machala en carro pues se acabaron mis vacaciones y mañana temprano debo presentarme a mi trabajo
Fue inútil, me llevaron a un laboratorio que habían habilitado en el aeropuerto, y me tomaron muestras de la garganta, en todo el mundo existía la alarma por una nueva enfermedad que el 30 de abril de 2009  –es decir una semana antes de iniciar nuestro viaje– la Organización Mundial de la Salud (OMS) decidió denominarla gripe A  H1N1, más conocida como gripe porcina. El 11 de junio del 2009 la Organización Mundial de la Salud (OMS) la clasificó como de nivel de alerta seis; es decir, "pandemia en curso". El 10 de agosto de 2010 la OMS anunció el fin de la pandemia, 14 meses después y luego de haberle dado la vuelta al mundo. La pandemia tuvo una mortalidad baja, en contraste con su amplia distribución, dejando tras de sí unas 19.000 víctimas.
Había pescado la enfermedad en New York, después de ver las maravillas de la vieja Europa, pasamos una semana en New York viendo las imágenes publicitarias de Time Square –una pequeña pero gran diferencia– y aprendiendo a querer a la Gran Manzana, entre el teatro de Broadway y los diferentes niveles de Macy’s. En los últimos días empecé a sentirme mal, no tenía fuerzas, quería descansar a cada momento, tenía gripe, tos y dolor de cabeza. El miércoles 3 de junio tomamos un avión de American Airlines, de New York a Miami, a las 6h20, tuvimos que ir de madrugada al aeropuerto, no había desayunado, me tomé un café en Starbucks antes de subir al avión, que me irritó el estómago, me di cuenta que estaba mal cuando quise elevar mi maleta de mano para ponerla en el compartimento del avión, y no pude, Lucho que estaba cerca le dijo a su hijo Christian que me ayude a guardar la maleta.
Enseguida que despegó el avión hacia Miami, en mi asiento, sentí que caía en un pozo negro profundo, no vi ninguna luz al final del túnel y me di cuenta que no podía moverme, vi que Nelly, a mi lado, estaba resolviendo un Sudoku, y le grité con lo que creía eran mis últimas fuerzas
–NELLY, AYÚDAME! –
Pero cual mi sorpresa, Nelly seguía resolviendo su Sudoku, siempre me había sacado en cara que los resuelve todos y en menor tiempo, yo aceptaba su superioridad, pero ese Sudoku, me parecía odioso.
¡Dios mío, qué pasa, esto es una pesadilla!­ –Fue lo último que recuerdo haber pensado –
Cuando me desperté estaban dos doctores examinándome, uno de ellos hablaba español y le preguntaba a mi esposa por la cicatriz que tengo en el pecho, si era producto de alguna operación al corazón. Sentía las manos dormidas, y comencé a hablar incoherencias hasta que el doctor me dijo que me calle, que debía descansar, una azafata trajo un tanque de oxígeno y me pusieron la mascarilla, no entendía que había pasado hasta que Nelly me explicó que me había desmayado, que no había existido ningún grito de mi parte, que no había existido ningún Sudoku, y que tenía que calmarme, que todo estaba bien. Lucho, al darse cuenta que me había desmayado y que Nelly trataba de despertarme, había corrido por el pasillo del avión hasta encontrar una azafata para que solicite por los altoparlantes un médico.
Recordaba en ese momento a Mia Farrow en “Rosemary's Baby (La semilla del diablo)”, cuando todos los adoradores del diablo le pedían que descanse, que todo estaba bien, con la mascarilla de oxígeno en mi cara veía que todos los pasajeros me miraban, algunos parecían preocupados, otros molestos, el avión aún estaba volando en el espacio aéreo de Estados Unidos, y por tanto, si un pasajero falleciera, el avión debía regresar al aeropuerto de salida, más de uno debe haber pensado –resiste, no te mueras todavía, hasta que salgamos al espacio aéreo internacional–
En el aeropuerto de Miami, una funcionaria acuciosa insistía en que debía internarme en un hospital, que el procedimiento era obligatorio, me habían proporcionado oxígeno en el vuelo New York-Miami por lo tanto debía ser internado, no podía continuar el viaje de Miami a Guayaquil. Argumenté que ya me sentía bien, que había sido un simple desmayo porque no había desayunado nada, y que lo único que necesitaba era ir hasta el restaurant del aeropuerto “La Carreta” para servirme unos frijoles negros con carne de cerdo. Accedieron a llamar a los paramédicos del aeropuerto, me examinaron, y me hicieron firmar una carta de responsabilidad para permitirme el viaje. Lo que omití contar era que el día anterior se me habían terminado las pastillas para controlar la presión, DIOVAN 80, y que el malestar de la gripe me consumía. En un carrito eléctrico me llevaron hasta la puerta del restaurant La Carreta. Y me recuperé.
Cuando estábamos en la fila, junto con un centenar de personas, para el control migratorio y de aduana, en el aeropuerto de Guayaquil, nos dimos cuenta que habían médicos tratando de controlar que el virus no ingrese al país,  Nelly me rogaba que no tosiera, y que me aguantara la gripe, pero no se pudo evitar, tenía todos los síntomas de la gripe A  H1N1.
En el laboratorio que habían instalado en el aeropuerto, luego de tomar una muestra de mi garganta, comprobaron que tenía el virus, me permitieron que viaje a Machala, con la condición de que nadie podría salir ni entrar a la casa, la declararon en cuarentena, y nos dijeron que funcionarios del Ministerio de Salud nos visitarían continuamente para monitorear la evolución de la enfermedad. Cerca de Machala, a unos veinte minutos, en la curva grande antes de llegar a El Guabo, iba conversando con Nelly y le decía: ya estamos cerca de llegar a casa.
Craso error, el destino tenía otra jugada, de repente en la curva, en sentido contrario, una volqueta a toda velocidad invadió mi carril, traté de evitar el choque de frente, virando hacia la derecha, pero la volqueta me dio de lleno en la puerta de mi lado y me sacó de la carretera dando vueltas de campana, los “airbag” se activaron y salvaron a Nelly que no paraba de gritar, y yo quedé atrapado entre los hierros de la puerta y el volante, que parecía incrustado en mi pecho, el dolor era insoportable, me imaginaba las costillas rotas y clavadas en los pulmones pues no podía respirar, los huesos de piernas y brazos debían estar rotos pues el dolor era inaguantable, no podía moverme y sentía que de mi cabeza brotaba sangre a borbotones, chorreaba por mi camisa y me mojaba el pantalón.
Una luz tenue iluminaba el ambiente terrorífico, seguramente la luz del faro de alguno de los carros, seguía funcionando, de tal manera que pude ver, a través del polvo y las matas de banano, la volqueta virada y atravesada, me di cuenta que en el parabrisas tenía el escudo de mi equipo, el Barcelona, lo cual no era ninguna novedad pues la mayoría de los carros en Ecuador lo tienen. Enseguida me di cuenta de lo irónico del asunto, el escudo no tenía las letras B.S.C., Barcelona Sporting Club, del Barcelona de Guayaquil, sino que decía F.C.B., Futbol Club Barcelona, el escudo correspondía al Barcelona de España, y en la parte superior del parabrisas tenía el nombre de la volqueta: “La Gitana”.
Miré a Nelly que seguía gritando, pero –cosa rara– ya no la escuchaba, sólo veía sus gestos, y en ese instante me di cuenta que ya no sentía ningún dolor, al contrario sentía una tranquilidad total, y pensé:
– ¡Qué mujer más poderosa esa gitana!……

jueves, 17 de octubre de 2013


Memorias de un jubilado – N° 13

El señor de los discos

Papi lo busca el señor de los discos
Era el año 1963, estaba en mi último año de la escuela, y recuerdo perfectamente la emoción que me causaba la visita del señor que nos vendía los discos que se editaban en Guayaquil, él viajaba en los barcos –no había carretera Machala-Guayaquil– y cumplía con cualquier encargo que se le hacía, y siempre se lo veía caminando por las calles polvorientas de Machala de esa época y bajo soles ardientes buscando la sombra de los soportales, con su maletín y algunos discos bajo el brazo, ya que en Machala no existía ningún local dedicado a venderlos.
En todas las radios de Guayaquil  se escuchaba la propaganda de J.D. Feraud Guzmán, que iniciaba con el sonido del saxo de Big Sam Morowitz en la famosa “Harlem nocturno”, y en seguida la voz del anunciante:
–“Haga del disco su mejor regalo..… J.D. Feraud Guzmán”–
Me parecía algo fantástico, me imaginaba tener en un solo local toda la música del mundo que se escuchaba en las radios, y poder sentir uno a uno, en mis manos los discos en formato Long Play, y comprar aunque sea uno a la vez, para tenerlo en la casa y escucharlo en la “Radiola JVC” que tenía mi padre en casa, allí empecé a valorar la música como algo especial en mi vida, y desde luego tenía mis preferencias, crecí admirando a Los Iracundos, y a los Beatles –gracias al señor de los discos pude tener el primer disco de los Beatles que grabara IFESA en Ecuador–, y más tarde mis preferencias se fueron hacia el rock clásico de Led Zeppelin, The Doors, Creedence Clearwater Revival, pero poco a poco me daba cuenta que conocía exactamente las letras de los tangos argentinos, de tanto oírlos cantar a mi padre cuando escuchaba sus discos, algunos con letras muy difíciles pues estaban escritos en “lunfardo” la jerga de Buenos Aires      
–“Cuando rajés los tamangos / buscando ese mango / que te haga morfar...” – (Cuando dañes los zapatos buscando ese dinero que te haga comer)
Y siempre, hasta ahora, o hasta el fin, apreciaré en sumo grado, la antigua “Melodía de arrabal”:
–“Viejo... barrio... /perdoná si al evocarte /se me pianta un lagrimón, /que al rodar en tu empedrao /es un beso prolongao /que te da mi corazón.
Cuna de tauras y cantores, /de broncas y entreveros /de todos mis amores; /en tus muros con mi acero /yo grabe nombres que quiero: /Rosa, la Milonguita... /era rubia Margot... /en la primer
cita /la paica Rita me dio su amor.”
Las letras de los tangos eran historias de amores y desamores, que al cursar los primeros años del colegio, me sacaban de la realidad de esa Machala antigua, y me llevaban a donde mi imaginación quería, historias que se incrementaron cuando empecé a ser cliente asiduo del cine Popular, ubicado convenientemente a una cuadra de mi casa en la calle Sucre, y pude apreciar las viejas películas de Carlitos Gardel  –en blanco y negro desde luego–, allí en sus bancas largas de madera, no habían butacas en este cine, podía verlo cantar las canciones que en la radiola de mi casa sólo podía oir, y la satisfacción era completa. Enrique Santos Discépolo, uno de sus máximos poetas, definió al tango como un pensamiento triste que se baila, algunos lo consideran un acto sexual elegante que se ejecuta bailando, pero de cualquier manera se impuso en el mundo entero.
Escuchaba a mi padre cantar los tangos argentinos de los discos que ponía en su radiola cada vez que regresaba de su trabajo, pero no sólo de Carlos Gardel  sino también de las grandes orquestas argentinas de Aníbal Troilo, de Alfredo de Ángelis, Francisco Canaro, Miguel Caló y desde luego del “Varón del tango” Julio Sosa –uruguayo, para desgracia de los argentinos–. Por eso, cuando terminaba el colegio en 1969, y las autoridades programaron la gira de graduación de un mes por Buenos Aires y Santiago, realizando actividades durante todo el año para financiar la gira, mi padre que me apoyó en todo, me dijo:
–Vas a realizar el viaje que siempre he querido hacer–
Y pude disfrutar Buenos Aires en febrero de 1970, tenía 17 años  y una visión juvenil, junto con mis compañeros del San José-La Salle, que no me permitió conocer el verdadero Buenos Aires, el de los tangos, hasta que en octubre de 1986, debí viajar otra vez para asistir a un Seminario de Puertos y Vías Navegables, enviado por Autoridad Portuaria de Puerto Bolívar, y viajé con Nelly, y ahora sí, conocimos el mundo del tango, directamente en los barrios porteños en donde nació. Mi padre, por fin pudo conocer Argentina en 1975, y cumplir su viejo sueño, junto a mi madre, y regresaron otra vez, años después, a seguir disfrutando de Buenos Aires y del tango que durante toda su vida lo había cantado.

Pero tengo guardado en mi memoria, que no solamente eran los tangos los que ponía mi padre en su radiola, sino también la música italiana clásica: O sole mío, Torna a Sorreto, Funiculí Funiculá, Al Di La, Arrivederchi Roma, y la famosa Volare: “Nel blu dipinto di blu”, que años más tarde, en junio del 2009, disfrutáramos con Nelly y nuestros amigos Panchito y Saharita, Lucho, Loly y Jimena, en la “Noche Florentina” en uno de los lugares más bellos de Florencia: “La Certosa“, ubicado en una de las colinas de la ciudad “Cercina”, frente a un antiguo monasterio benedictino. Pero el disco italiano que más recuerdo es el de Renato Carosone: Guaglione, O sarracino, Chella lla’, La panse, Maruzzella, Luna rossa, Pigliate ‘na pastiglia, que años después, gracias a los programas que permiten bajar música, he podido reunir todas estas canciones en un archivo mp3 de música italiana, que cuando lo escucho vuelve a mi memoria la antigua radiola JVC y los discos de mi padre.

Nunca supe el nombre del señor de los discos, hace unos meses les pregunté a mi madre y a mi hermana si lo recordaban, y me contestaron que no, no sabían de quién les hablaba y menos podían recordar su nombre, de manera que, no puedo hacer otra cosa que recordarlo como “El señor de los discos”, que permitió que mi padre le comprara sus discos en una época en que no había un almacén de música en Machala.
Cuando por fin se inauguró la carretera Machala-Guayaquil el comercio empezó a cambiar y se instalaron los almacenes de música, recuerdo el del amigo Andrés Pacheco, ubicado junto a TAME, a donde concurría habitualmente para adquirir mis discos, ya se imponían Sandro, Favio, Alberto Vásquez, Los Iracundos, y mi padre empezó a comprar los discos en 4 fases, que presentaban un sonido espectacular por la forma de grabación, era lo máximo en ese entonces, y recuerdo el disco de Ronnie Aldrich y sus dos pianos, y especialmente “Gypsy” de Werner Müller con las mejores canciones de todas las épocas: Czardas, Rapsodia Húngara N° 2, Dos guitarras, Zorba el griego, Ojos negros.

 
 
Ahora las tengo a todas, nuevamente a mi disposición, lo que antes era el disco de 4 fases en la radiola de mi padre, ahora es un archivo en mi computadora y un CD en mp3 en mi carro, que continuamente estoy grabando, de acuerdo a mis preferencias momentáneas, que casi siempre se dejan llevar por lo que dictan los laberintos de mi memoria, disminuida a veces, por lagunas mentales propias de la edad, pero que están siendo combatidas con estos escritos en mi blog Memorias de un jubilado, antes de que llegue la pérdida total de los recuerdos.
 
Tengo muchísimas formas de recordar a mi padre, él me enseñó tanto durante toda su vida, desde que veo mi primera imagen en el espejo al despertarme, lo veo a él, –dicen que me parezco un poco, siempre respondo tal vez en lo físico, porque en lo espiritual estoy muy lejos– pero por sobre todo, lo recuerdo  con el ejemplo de vida que me dio, por eso me golpeó tanto la llamada que recibí años atrás del Dr. Hugo Sánchez Director Técnico de SOLCA Machala, cuando me explicó que mi padre, siendo Presidente de SOLCA, se había realizado exámenes rutinarios cuyos resultados eran confusos y me pedían que lo lleve al laboratorio para tomar otras muestras de sangre. No quería entender, mi mente lo rehusaba, sentía que mi cabeza iba a estallar, recuerdo haber dicho ¿Por qué yo?  y le pedí al doctor que me explique lo que trataba de decir:
–Don Galo tiene Leucemia, y queremos hacer otros análisis para confirmarlo, pero no nos atrevemos a decírselo, por eso le pido que lo traiga, diciéndole que las muestras anteriores no sirven, están contaminadas–
–No creo que resulte–  le contesté –tengo que decírselo directamente, él no se merece un engaño–
Cuando confirmaron la noticia, nos alentábamos con mi madre y mi hermana Patricia, en el sentido de que, muchas personas con esta enfermedad pueden seguir haciendo su vida normal durante muchos años. Me lo dijo también el primer médico que lo trató, en Quito, cuyo nombre no recuerdo, pero tenía entre sus pacientes a ejecutivos con esa enfermedad, durante muchos años –nos daba esperanzas de vida–.  Un domingo cualquiera de ese entonces, acudió en la mañana a casa de su hermano Servio, allí estaban reunidos desayunando, varios de sus hermanos, Winston y Martha, Dula, Josefina, y desde luego Servio y Yolanda, y les dio la noticia sin que se le corte la voz, con toda serenidad,  pidiéndoles que lo acepten como algo natural y sin lamentaciones –él no quería causar problemas a su familia a la que tanto quería–
Y comenzó una larga batalla acompañado siempre por mi madre, en los tratamientos en SOLCA Guayaquil, hasta aquel día 26 de marzo del 2001, cuando en su cama, se nos fue –pero se nos fue para ya nunca irse de nosotros–. Al siguiente día en el altar de la Catedral de Machala, completamente llena, junto al féretro de mi padre, pronuncié la oración más hermosa que existe para despedir a un ser querido “Silencio y paz”, me la había sugerido una de sus primas más queridas Hipatia Paladines de Chavarría, me la había aprendido durante el velorio, y no sé de dónde saqué fuerzas para decirla, mirando continuamente a mi madre y a mi hermana, pues la batalla había terminado:
“Silencio y paz, /fue llevado al país de la vida. / ¿Para qué hacer preguntas? /Su morada, desde ahora es el descanso, /y su vestido la luz para siempre. /Silencio y paz. ¿Qué sabemos nosotros.”
Dios mío, Señor de la historia, /y dueño del ayer y del mañana, /en tus manos están las llaves de la vida y de la muerte. /Sin preguntarnos /lo llevaste contigo a la morada santa, /y nosotros cerramos nuestros ojos, /bajamos la frente /y simplemente decimos: Está bien, Así sea…”
No creo que pase un día sin recordarlo, lo extraño tanto, estaba tan acostumbrado a verlo como un amigo incondicional y como un padre amoroso con sus hijos, siempre junto a mi madre, y no dejo de admirar –ahora que soy abuelo– la capacidad que tenía para hacerse querer de sus nietos y para amarlos totalmente. Sus hermanos eran tan importantes para él, que no dejo de recordar el respeto con que los trataba, jamás vi en él una muestra de inconformidad con alguno de ellos.
–Eran ocho hermanos, ahora sólo quedan tres–
Y me quedó para siempre su música, no cualquier disco heredado, sino su gusto por la música, como una herencia íntima que me permite regocijarme en su memoria.
Seguramente nunca sabré quién fue el señor de los discos, pero si estoy seguro que el Señor de la música en mi vida, fue mi padre, Galo Córdova Polo.
"La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla"
Gabriel García Márquez

lunes, 7 de octubre de 2013


Memorias de un jubilado – N° 12
“Hilaré mi nostalgia…Parte II”
Sabía que nunca más iba a regresar al “Rancho Alegre”, comprendía que la vida había cambiado, ya no más reuniones con mis amigos “Los Indomables”, ya no más los panes de dulce suavecitos o palanquetas crocantes recién salidas del horno, calientitas, que degustaba en las madrugadas de los sábados caminando hacia mi casa, después de una larga jornada en el Rancho y una parada obligatoria en la panadería contigua, de la cual nunca supe su nombre, pero su recuerdo perdura en mi memoria, como tantas otras cosas de mi vida de soltero, que terminaron el 7 de agosto de 1976, cuando me casé con Nelly en el Templo Faro de Puerto Bolívar, frente al mar  –bueno, en realidad frente al Estero Santa Rosa– sintiendo y disfrutando el aire marino al salir de la iglesia, que podía ser presagio de una vida plena.
Por eso, cuando llegamos por primera vez al bar El Rodeo, ubicado en Urdesa, en Las Lomas y la Primera, junto al cine Maya, de tan gratos recuerdos, sentía una sensación de continuar disfrutando de las cosas buenas que nos da esta vida, –me decía a mí mismo: ¡vamos a lo nuestro!– al empujar sus pequeñas puertas abatibles de madera, de color oscuro, exactamente iguales a las de una cantina del viejo oeste, las había visto en las películas de los “spaghetti western” de Clint Eastwood, Guiliano Gemma, Franco Nero, o en los comics de mi niñez, que leía y releía tantas veces como quería, dejando volar mi imaginación: El Llanero Solitario, Hopalong Cassidy, Red Ryder.  Nos hicimos clientes frecuentes del Rodeo con Nelly y con nuestros buenos amigos de toda la vida Carlos y Priscilla Henríquez, y cambié –sin darme cuenta– las canciones preferidas de la rocola del “Rancho” por la música del “Rodeo” que, por suerte, la ponía un tipo con un muy buen gusto musical, allí se escuchaba todos los sábados las canciones en inglés de Albert Hammond y especialmente su L.P. editado en 1976 titulado “My spanish album” con boleros y rancheritas con un toque moderno que ponía a cantar a todos los asistentes, entre otras canciones: Que seas feliz, Espérame en el cielo, Fallaste corazón, Nosotros, Échame a mí la culpa, Ella: –“…Me cansé de rogarle,/ me canse de decirle, /que yo sin ella de pena muero, /ya no quiso escucharme,  /si sus labios se abrieron, /fue pa' decirme ya no te quiero… 

La noche en el Rodeo, encendida ya con la música de Albert Hammond, llegaba a su punto más alto cuando ponían las canciones del grupo español Tradición, de su L.P. “Tradición Canta al Ecuador”: Sombras, Guayaquil de mis amores, Vasija de barro, Manabí, Alma lojana, Van cantando por la Sierra, Lamparilla, entre otras, con un ritmo juvenil que entusiasmaba y aumentaba el consumo de las cervezas Club verde en la misma proporción que el volumen del canto de todos los asistentes: “Tierra hermosa de mis sueños, /donde vi la luz primera, /donde ardió la inmensa hoguera /de mi ardiente frenesí.…” 

Al final de la jornada, a cualquier hora de la madrugada, siempre estaba esperándonos un “chili con carne” bien caliente y picante, con galletas “Saltinas”, crocantes y saladitas, en el “Rey Burger”, un local ubicado en la esquina de la explanada del estadio Modelo Guayaquil, con estilo americano y con servicio al carro, que permitía de una manera digna y revitalizante  acabar una buena noche de farra.
Vivimos en Guayaquil desde agosto de 1976 hasta agosto de 1978, fecha en que regresamos a Machala con un contrato para supervisar la construcción del Muelle Marginal en Autoridad Portuaria de Puerto Bolívar. Solamente dos años, que en los laberintos de mi memoria parecían mucho más, por una sola razón, la pasamos tan bien en Guayaquil que nos dolió dejarlo. Vivíamos en Urdesa, en Bálsamos y la Quinta, cerquita del Rodeo y del Cine Maya, en una habitación en la casa de la señora Emilia Cañizares, como pensionistas, al igual que algunos de mis primos, desde allí salíamos todos los sábados o domingos en las bicicletas que nos compramos y pedaleábamos hasta los Ceibos, y en algunas ocasiones decidíamos ir a Playas en nuestra camioneta Isuzu a disfrutar del mar y la arena, y de las ostras estimulantes.
Nelly ingresó a la Universidad Católica en mayo de 1977 para estudiar Economía, pero se topó con su primer obstáculo, el profesor de Matemáticas era Nicolás Escandón, y tenía la pésima costumbre de preguntar a sus alumnos de que colegio provenían, para saber si tenían las bases suficientes, cuando le tocó el turno a Nelly y dijo que se había graduado en el colegio La Inmaculada de Machala, su respuesta podía desalentar a cualquiera,  fue terminante:
–No pierdas el tiempo, busca otra carrera–
Lo que él no sabía es que yo iba actuar como su profesor particular, –en varios aspectos– y todas las noches combinábamos nuestras actividades al volver a nuestra habitación.  Nicolás Escandón había sido mi profesor de matemáticas en 5° y 6° curso FIMA del San José-La Salle y en los primeros años de Ingeniería Civil en la Católica y me conocía perfectamente, y yo conocía sus métodos. En el primer examen, que desde luego salió muy bien –para su sorpresa–, él ya se dio cuenta de la clase de estudiante que era y buscó su amistad, más aún cuando se enteró que estábamos casados, aprobó el primer año sin problemas y empezó el segundo, y cuando fuimos a despedirnos de él pues volvíamos a Machala en agosto de 1978, me increpó diciéndome que no tenía derecho a truncar su carrera, que me vaya a trabajar a Machala y que la deje terminar sus estudios en Guayaquil.  –Pero las noches eran tan frías, que preferimos dormir juntos, además algunos compañeros de Nelly, sabiendo que estaba casada comenzaron a llamarla con el nombre de aquel famoso bolero: Señora Bonita
A los pocos meses decidimos buscar un departamento pequeño para vivir completamente solos y encontramos algo que en ese entonces nos parecía lo mejor, y lo alquilamos, era un departamentito de dos ambientes, ubicado en la Ciudadela  Ferroviaria cerca del puente Cinco de Junio, frente al estero Salado –el fuerte olor del lodo en la baja marea me ha seguido toda la vida– una habitación era nuestro dormitorio junto al baño, y el otro ambiente era todo, no había más, sala, comedor, cocina, pero como no teníamos nada, estaba vacío. Lo único que teníamos era la cama que había mandado a hacer antes de casarnos, y una cómoda de mi época de soltero, que nos sirvió para dividir el pequeñísimo espacio destinado a la cocina, como comedor nos sirvió una mesita redonda pequeña con cuatro sillas que nos regaló mi suegra, y para la sala adquirimos nuestro primer juego de muebles, que aún ahora  nos parece bellísimo: un pequeño juego de mimbre de un sofá de tres puestos y dos individuales, además de una mesita  y una repisa vertical. Este juego de mimbre todavía existe, se lo regalamos a Naty que nos acompañó durante tanto tiempo trabajando en nuestra casa, con excepción de la repisa vertical que la conservamos en perfecto estado como un recuerdo de nuestro primer departamento.
La vida de recién casados en ese departamento nos dejó sólo buenos recuerdos, allí nos reuníamos con nuestros amigos Carlos Henríquez y Priscilla, Fernando Armas y Vilma, Gina Henríquez, en alguna ocasión Nicolás Castro y Mariquita, mi hermana Elenita de Fátima y su enamorado Javier Freile, que siempre nos ayudaba, al ver que no había en donde sentarse, sacaba el asiento de su antiguo carro Citroën –similar al que tiene el papá de Mafalda– y lo llevaba a la sala, y la noche se salvaba pues entraban tres personas en el asiento, y podíamos estar todos sentados. Era la época de las guitarreadas, Fernando llevaba su guitarra a todas partes y cantaba y hacía cantar todas las canciones que nos gustaban, hasta la hora que sea necesaria, boleros, baladas, pasillos y especialmente rancheritas, cantábamos El Rey, y enseguida la contestación: “…y tú que te creías el Rey de todo el mundo…”, y nunca faltaba en nuestras reuniones, “Un mundo raro”:
Cuando te hablen de amor y de ilusiones,  /y te ofrezcan un sol y un cielo entero, /si te acuerdas de mí no me menciones, /porque vas a sentir amor del bueno…
Pero también cantaba temas folclóricos argentinos y lo hacía de la mejor manera, especialmente una canción de Atahualpa Yupanqui que debió ser su preferida pues la cantaba y declamaba en todas las reuniones y hasta hizo que me la aprendiera de tanto oírla, a pesar de ser una letra difícil, la canción se llama “Milonga del peón del campo”:
Yo nunca tuve tropilla, /siempre e montao en ajeno. /Tuve un zaino que, de bueno, /ni pisaba la gramilla. /Vivo una vida sencilla, /como es la del pobre peón /madrugón trás madrugón, /con lluvia, escarcha o pampero, /a veces, me duelen fiero, los hígados y el riñón.
Soy peón de La Estancia Vieja, /partido de Magdalena, /y aunque no valga la pena, /anoten, que no son quejas: /un portón lleno de rejas, /y allá, en el fondo, un chalé. /Lo recibirá un valet, /que anda siempre disfrazao, /más no se asuste, cuñao, /y por mí preguntelé...
Muchas veces me he preguntado ¿por qué todo esto tenía que terminar? Así es la vida me contestaba
El departamento estaba tan bien ubicado, cerca de todas nuestras actividades, Nelly había empezado a trabajar en la Financiera Guayaquil, en el edificio del Núcleo de Ejecutivos en el barrio Orellana, yo trabajaba en Consultoría Técnica, en el mismo barrio Orellana, cerquita de la ciudadela Ferroviaria que quedaba al lado de la Universidad Católica en donde los dos estudiábamos, y estaba cerca del Rodeo en Urdesa y de otro local que frecuentábamos, que se llamaba La Tapita, nombre irónico pues sólo vendían cerveza de barril, es decir, allí no habían tapas de botellas –a no ser que llegue un tipo raro y pida una Coca Cola, me dijo Carlos recientemente, lo cual hubiese llamado la atención, pues todos los asistentes tenían su jarro de cerveza en la mano–.  Estaba ubicado en la ciudadela El Paraíso, en la avenida Carlos Julio Arosemena, las mesas eran largas de cuatro tablones y bancos largos de madera en vez de sillas, al final de la noche debe haber dolido la espalda pero el hecho de haber pasado la noche tan bien con nuestros amigos y el grado alcohólico en el cuerpo, hacían olvidar la incomodidad.  
– ¡Éramos tan jóvenes!–
Para poder realizar mi tesis de grado tuve que retirarme de Consultoría Técnica por seis meses, y mientras Nelly estaba en su trabajo me dedicaba completamente a mi tema “Comparación de dos métodos de cálculo y de un programa de computadora para determinar hasta que altura debe llegar un muro de hormigón armado estructural, en edificios de más de diez pisos”. El tema me lo sugirió mi jefe el Ing. Francisco Vera González socio del Ing. Carlos Cruz en Consultoría Técnica, con quienes aprendí tanto de las estructuras que me sirvió para toda la vida. Allí trabajé con Carlos Henríquez, Don John Palacios, Carlos León, Carlitos Quimí, Lucho Polo, “Veneno” Torres y el recordado “Camelín”, y compartimos  muchísimas horas de trabajo, durante el día o la noche, sin horario, sólo con la responsabilidad de entregar el trabajo a tiempo, pero también compartimos –mientras estaba soltero– muchísimas cervezas en los bares vecinos a la oficina. 
Cuando me gradué de Ingeniero Civil en febrero de 1978 regresé a Consultoría Técnica y el Ing. Vera me entregó los planos arquitectónicos del Proyecto Edificio San Francisco 300, de 26 pisos de parqueos, oficinas y departamentos, de 94 metros de altura, el más importante que se iba a construir en ese entonces en Guayaquil, en la avenida 9 de octubre entre dos calles General Córdova y Pedro Carbo, y simplemente me dijo:
–Javier, toma este proyecto y aplica tu tesis–
Después de varios días de trabajo le entregué el análisis estructural y él se encargó de diseñarlo, y se comprobó que el muro de hormigón estructural en el centro del edificio, no debía llegar hasta el piso 26 pues presentaba un comportamiento errático en caso de sismo, llegó solamente hasta el piso 23. El edificio se construyó posteriormente y cada vez que paso cerca, levanto la vista hacia el piso 23 y me digo a mi mismo: ­–yo sé que hasta ahí llega el muro–
Ahora, luego del tiempo transcurrido vemos que fue un error salir de la ciudadela Ferroviaria y cambiarnos a un departamento más grande, de tres dormitorios, pero en el extremo sur de la ciudad, en uno de los bloques de La Pradera, –primero El Rancho, después el Rodeo y por último La Pradera, el oeste americano ligado a mi vida– necesitábamos una hora para llegar al barrio Orellana, tomando calles secundarias, evitando semáforos pero incrementando los riesgos en cada esquina en donde no se respete un pare, tanto, que poco a poco fuimos pensando en el regreso a Machala, sabiendo además, que en algún momento íbamos a planificar tener hijos, y que lo mejor era regresar.
Al día siguiente de nuestro matrimonio, el domingo 8 de agosto de 1976, salimos del hotel rumbo a Salinas, mis padres nos habían regalado los pasajes a Miami, pero conseguimos asientos en el vuelo del miércoles 11 de agosto, de manera que teníamos que esperar algunos días, cuando se enteró de ésto, Augusto Correia “el portugués”, nos invitó a la suite matrimonial del Hotel Miramar en Salinas, que en esa época administraba, con champagne francés en la habitación y todos los mariscos que quisiéramos. Era temporada de sierra, hacía frío, había poca gente y se podía disfrutar caminar por la playa durante el día y por el malecón durante la noche. –No podía haber mejor comienzo para nuestro matrimonio–
En Miami Beach nos hospedamos en un hotel pequeño de la playa –se llamaba Sagamore– y disfrutamos de nuestro primer viaje, luego volvimos varias veces, primero con nuestras dos hijas y luego con las tres, en mejores hoteles, y siempre con el recorrido hasta Orlando, pero ningún viaje se puede comparar con el de la luna de miel, “sin horario, ni fecha en el calendario”. El viernes muy temprano en la mañana, llamaron por teléfono a la habitación para advertirnos que nadie podía salir del hotel, una tormenta tropical golpeaba a Miami y toda la ciudad estaba advertida. El viento era tan fuerte que levantaba el agua de la piscina de un lado al otro, a pesar de que estaba en un nivel medio. Nos pidieron disculpas por teléfono y nos recomendaron no salir de la habitación, yo simplemente le respondí:
–Señorita no tiene por qué disculparse, no va a ser ningún problema para nosotros pasar encerrados, es nuestra luna de miel–
 
"La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla"

Gabriel García Márquez

 

miércoles, 4 de septiembre de 2013


Memorias de un jubilado – 11
Hilaré mi nostalgia…
– ¡Walter, dos más!
Así transcurrían las largas noches de los sábados de los últimos años de la década de los 60’ y los primeros años de los 70’, Walter Sernaqué era el propietario del salón de bebidas “Rancho Alegre”, ubicado en la calle Ayacucho y Arízaga, frente a la piscina de la federación, – ahora es un coliseo de deportes–  y nos conocía a todos, pues volvíamos una y otra vez, cada fin de semana, por la música que tenía en su rocola, por las “Pilsener” que siempre estaban “muertas de frío” y porque al terminar la jornada, a cualquier hora de la madrugada, el olor a pan recién salido del horno de leña, de la panadería contigua al Rancho, inundaba los sentidos, alegraba el espíritu, y permitía una recuperación parcial, al regresar a casa saboreando una funda de panes de dulce o palanquetas calientes.
Al llegar al Rancho, Walter nos ponía junto a la mesa una jaba vacía de cervezas , para ahí colocar las botellas que se iban consumiendo, al final hacíamos una “vaca” para cancelar la cuenta contando las jabas –matemática práctica, considerando el grado de alcohol en la cabeza–. Pero la tranquilidad de una noche de conversación de amigos, generalmente sobre las incidencias de nuestros partidos de futbol o sobre las posibilidades inciertas que tenía alguno de nosotros para conquistar a alguna chica, podía verse interrumpida por algún vecino de mesa, que simplemente provocaba que alguno de los nuestros diga  –Ese hijoeputa me está mirando mal– y bastaba eso para provocar una pelea, sobre la cual no había garantía alguna. Lo mejor era evitarlas.

Uno de los riesgos mayores estaba en el momento de ir al baño, tenías que ir solo, y lo mejor era levantarse de la mesa desafiando a todos, especialmente a los de aquella mesa en donde se advertía un mayor peligro por sus fachas, para ello nada mejor que la mirada de Clint Eastwood, lo habíamos visto en el cine, en El bueno, el malo y el feo, Por un puñado de dólares y La muerte no tiene precio, que dirigió Sergio Leone en los años 60’, –la época de los “spaghetti western”–  y luego como Harry Callahan en la serie de películas de Harry El Sucio de los años 70’, y sabíamos cómo miraba, arrugando un poco la nariz, y desviando un poco la boca hacia el lado izquierdo, como si todo le apestara, como si no le importara su vida, antes de eliminar a sus enemigos, y en el Rancho esa mirada podía provocar que los desafiados miren hacia otro lado y sigan en su conversación, y pueda uno, ir tranquilo a resolver sus necesidades urgentes.
Preferíamos el Rancho Alegre, aunque también concurríamos al Sucre, en donde alguna tarde nos aceptó un vaso de cerveza el padre Manuel Estomba, quien nos conocía desde la escuela, al Arenal del gordo Virgilio, con piso de tierra endurecida con un fuerte olor a cerveza, vómitos y orines, mezclados con el aserrín con el que se trataba de disimularlos, al Agachadito, en donde de verdad había que agacharse un poco para poder entrar sin golpearse la cabeza, y al Imán, de un conocido nuestro, de apellido Reyes, pero siempre volvíamos al Rancho, en donde se sentía una mayor tranquilidad para saborear una bebida de moderación.
 
Y así transcurrían los fines de semana en esa época, con pocas variaciones entre uno y otro. Pero todo cambió la mañana del domingo 10 de septiembre de 1972 –con chuchaqui incluido– cuando Mami me despertó enseñándome una foto en el periódico.
–Mira, de una chica así deberías enamorarte– me dijo enérgica, pues sabía en lo que yo andaba.
  Era una candidata a Reina de la Feria del Banano que asomaba entre las ramas de los árboles de algún bosque desconocido, pero  que mi imaginación lo hacía ver como un bosque encantado, después del efecto que provocó en mí la chica de la foto con su mini vestido negro, ella era Nelly Wilches A., lo decía el pié de la fotografía. Ella ganó y fue Reina de la Feria y la foto la recorté y la conservo todavía pese a los estragos del tiempo en el papel periódico, estuvo guardada 40 años en una caja metálica de galletas danesas, desde el año 1972 hasta el 2012, junto con las cartas que se originaron posteriormente, ahora la tecnología me ha permitido escanearla y conservarla digitalmente, en mi computadora y en mi celular.

Fue el domingo 27 de mayo de 1973 cuando me decidí a hablarle de amor, eran las cuatro de la tarde, ya tenía que irme a Guayaquil pues el lunes tenía clase de Cálculo Integral a las siete de la mañana, y me atreví a llamar al teléfono de la Clínica Wilches, no había otra manera, ya había rodado su calle una y otra vez, durante meses, y por su mirada podía comprender que tenía alguna esperanza. Utilicé algunas frases románticas y me dijo que si, y regresé a Guayaquil, pero ahora todo era distinto, de repente la carretera y el paso por los pueblos, se habían transformado en un recorrido turístico, esa noche no pude dormir, sólo pensaba en llamarla al siguiente día. Pero no podía imaginar todo lo que me esperaba.
–Aló, buenas tardes, por favor, puedo hablar con Nelly –
–No, no está– me contestaba el Dr. Wilches. –y nunca estaba! – Todas las tardes llamaba y me decían lo mismo –No, no está– Y claro, el único teléfono estaba en el escritorio de la clínica y ella no estaba allí, y el Dr. no podía dejar de atender a sus pacientes. Y aun cuando, en algún momento la hubiesen llamado para que atienda el teléfono, cómo podría ella hablar de amor, si a su lado algún paciente se quejaba de sus dolores con su padre, el Dr. Wilches.
Al siguiente fin de semana volví a Machala y pude hablar con ella en la puerta de su casa, y comenzó una historia de amor, en una época distinta a la actual, no existían los celulares, no existían los emoticones –que tanto daño le han causado al idioma–,  no existía el internet, incluso el teléfono convencional tenía muchos problemas, que en mi caso se agravaban por el sitio en que estaba ubicado. Entonces decidimos que lo único que podíamos hacer para expresar nuestro amor mientras yo estaba en Guayaquil, era volver al pasado, trasladarnos a aquella época de las cartas manuscritas, y empezamos a escribirnos una vez a la semana, yo lo hacía el lunes, ella contestaba el martes o miércoles, y nos veíamos el fin de semana, que decidí alargarlo, para encontrarnos también el domingo en la noche, viajando en los terroríficos buses de CIFA de las tres de la mañana de los lunes, llenos de contrabando de la frontera, para llegar directamente a mi clase de las siete de la mañana en la universidad.
Para nuestra correspondencia utilizamos la compañía de avionetas CEDTA, que en Machala tenía su oficina en las calles Rocafuerte y Páez, eran avionetas pequeñas para cinco pasajeros, que simplemente se encomendaban a Dios al despegar. Algunas veces viajé en ellas, se habían caído otras tantas, pero habían podido aterrizar en los muros de las camaroneras que se veían en buena parte del trayecto, el riesgo mayor estaba cuando volaban sobre el mar y cuando llegaban a Guayaquil, en donde podía uno imaginar el impacto contra los edificios y casas por donde pasaba, y hasta los titulares de los periódicos del siguiente día: “Entre las victimas irreconocibles y calcinadas se encuentra un joven estudiante universitario…”
Las noches de los sábados, desde luego, después de una despedida que cada vez se hacía más difícil, me encontraba con mis amigos en la banca del parque y nos íbamos caminando al Rancho Alegre, a lo nuestro, hasta terminar comiendo panes por las calles de Machala, a cualquier hora de la madrugada. Más de una vez fui con algún amigo en mi carro, que en esa época era una pequeñísima camioneta Mazda 360  –con cariño la llamábamos “La Mazdita”– a darle serenata con el toca casete, cantando con mis amigos, con voces embriagadoras –embriagadas–, especialmente una canción de José José que en ese entonces estaba de moda: “Como podré Reina mía expresar este amor, /que me da la vida, que me da ternura/ y alienta en mi alma el deseo de vivir…”
Al cumplir el primer mes le regalé una rosa –la influencia de Leonardo Favio era evidente, O quizás simplemente te regale una rosa– y fui aumentando una cada mes hasta cumplir el año, pero existía un grave problema, tenía que ser el día mismo, cada 27, y la mayoría de esos meses, en esa fecha estaba en Guayaquil en la universidad. Tuve que recurrir a la florería Marsellesa, que estaba ubicada en la calle Boyacá, cerca de la 9 de octubre, en Guayaquil, y pedirle el favor a mi padre para que retire las rosas y las entregue en las manos de Nelly –la osadía en sumo grado–.
Algún mes coincidió en domingo, después de haber agotado mis recursos, la noche anterior en el Rancho, le conté a Allan, mi amigo de tantas madrugadas, que no tenía dinero para comprar las rosas rojas, y él encontró la solución, tampoco tenía dinero pero había visto un rosal en el parque, por el sector ubicado frente al Municipio, celosamente cuidado por el jardinero, tuvimos que distraerlo para poder cortar las rosas y cumplir con mi entrega mensual.
Cuando ella se graduó en el colegio La Inmaculada, en enero de 1974, acudí a su fiesta en la terraza de su casa, con el oculto temor de saber, que seguramente se iría estudiar la universidad a Cuenca, allá tenía su casa y su familia, y presentía lo peor –la inseguridad se manifestaba una vez más–, conversamos y ella confirmó mis temores, sus padres querían que estudie en Cuenca. Con el corazón hecho pedazos la saqué a bailar una canción lenta de Buddy Richard, y allí en la pista de baile, a media luz, le cantaba al oído parte de la canción, –tenía que ser dramático–  
“Sé que esta noche de su boca ya no beberé, /y como un sauce lloraré, /ella ha partido ya, /la soledad me regaló, /guitarra llora conmigo.
Guitarra toca otra vez ahora, /ella se ha ido llevando mis sueños, /no quiso saber de mi dolor, /sé que se ha ido para nunca más volver.
Esta noche a mi ventana la luna no vendrá, /el gorrión también se irá, /y solo moriré de amor, /guitarra acompáñame…”
Era la canción “Guitarra toca otra vez ahora” y cuando terminó, ella tomó una decisión:
–Me quedo a estudiar aquí, en la Universidad Técnica– me dijo, y de repente todo cambió, la luna regresó y sabía que ya no estaría solo.
 
Tres años, tres meses, y comprobamos que queríamos vivir juntos para siempre,  y nos casamos el 7 de agosto de 1976. Todas las 100 cartas que recibí de Nelly en esa época las conservo todavía en la vieja caja metálica de galletas danesas, y pudieron ser unidas con todas las 100 que yo le envié, y que ella guardaba también en otra caja. Algunas veces hemos hablado de quemarlas ya, después de tanto tiempo, pero aún no lo hemos decidido.
 
“…hilaré mi nostalgia de sol que se ha dormido, /en la seda fragante de tu melena rubia.”

martes, 13 de agosto de 2013

Memorias de un jubilado 10 "El Dr. Achi"

Memorias de un jubilado – 10

El Dr. Achi

Cuando se abrió la puerta de la sala de emergencia de la Clínica Kennedy, un doctor preguntó por los familiares de la señora Nelly Wilches,

-Yo soy el esposo - le dije enseguida

Nos hizo pasar, a mí y a mis hijas, para explicarnos la terrible realidad de la situación de Nelly, pedí que pase también mi cuñado Marcelo y Ernesto que acompañaba a mi hija Sole. El Doctor nos explicó cómo debía realizar la operación, tenía que entrar por la arteria de la ingle con un catéter que tiene en su extremo una cámara diminuta que envía todas las imágenes a su computadora, para llegar a las arterias del cerebro que se habían roto, e intentar sellarlas por dentro con una sustancia desconocida para mí, la otra alternativa nos dijo, es la operación desde el exterior, abriendo el cráneo, limpiando la sangre derramada en el cerebro y sellando las arterias, con alto riesgo de causar daños colaterales en el cerebro, pero ese tipo de operación tendría que ser realizada por otro especialista.
Tuve que tomar la decisión en ese instante, la vida de Nelly dependía de eso, no había tiempo para buscar otro especialista y la sola idea de abrir el cráneo me parecía terrible, eran las 2h30 del martes 13 de septiembre del año 2011,

–Doctor pongo la vida de mi esposa en sus manos–

–Yo voy a hacer todo lo que sé, pero la vida de su esposa está en manos de Dios– me respondió.

Él era el neurocirujano Dr. Jimmy Achi, joven, terriblemente joven para nuestra preocupación, de buen tipo, y de un hablar categórico que denotaba un conocimiento profundo, y transmitía confianza, y nos explicó que Nelly había sufrido un aneurisma, con un derrame cerebral gravísimo, y que solamente dos de cada diez personas sobreviven, e inclusive nos dijo que, aún cuando saliera todo bien en la operación, los cinco días siguientes eran de mucho riesgo, pues se puede  provocar un infarto cerebral. Se decidió ingresarla enseguida para el trámite preoperatorio, y se definió la hora de la operación, siete de la mañana, nos dijo que la operación podría durar tres horas.

Por las clases en la UEES decidimos adelantar el cumpleaños de Sole al domingo 4 de septiembre con un almuerzo en los exteriores de nuestra casa en Machala, ella viajó desde Guayaquil con Ernesto, y no podíamos imaginar todo lo que nos tenía preparado el destino después de disfrutar de ese almuerzo en familia. El lunes 5 la llamamos por teléfono para felicitarla otra vez. El martes 6 de septiembre del 2011 fundía con hormigón de Holcim y malla electrosoldada, el patio de la construcción del Dr. Tito Villalta alrededor de la piscina, y en el borde de ésta nos subimos para no interferir con el trabajo de los maestros ni con la tubería que conduce el hormigón, el jacuzzi tiene un desnivel para formar una caída de agua hacia la piscina, mientras estaba conversando con Tito de las necesidades de la construcción para los siguientes días, tropecé en ese desnivel y caí.
Tito intentó alcanzarme pero no pudo, caí de cabeza hasta el fondo de la piscina en construcción  sin hacer ningún movimiento para intentar disminuir el golpe con brazos y piernas –simplemente me dejé caer– En dos ocasiones hemos conversado al respecto, pues no es comprensible que no haya realizado algún intento para evitar o disminuir el golpe, y él se ratifica, que en su criterio, al caer, yo ya estaba inconsciente.
Al despertar he gritado por el dolor –de esto no recuerdo nada, me lo contó Tito– atravesamos la construcción caminando hasta su carro, me ingresó por emergencia en la Clínica de Traumatología de Machala, me realizaron tomografías, radiografías, y no sé qué otros exámenes, y cuando me iban a trasladar a una habitación de la clínica, recobré la conciencia. Recuerdo que el Dr. Veintimilla, traumatólogo, y el Dr. Valarezo, neurólogo, me hablaban y al acomodarme en la cama me dieron el diagnóstico: tenía un derrame cerebral por el golpe a la altura de la sien en el lado derecho de mi cabeza, y la clavícula derecha fracturada, me habían puesto un cuello ortopédico y un inmovilizador en el brazo y debían hacerme, al siguiente día, una encefalografía, existía la posibilidad de que ya no haya más derrame y la sangre pudiera ser reabsorbida por el cerebro, o que la sangre continúe saliendo, provocando un cuadro clínico complicado que tenía que resolverse con una operación al cerebro. Me preguntaron si fumaba, les respondí que no, me preguntaron si bebía, y les respondí con toda sinceridad:

–No tanto como yo quisiera–  

Al siguiente día Tito me dijo, como doctor y como amigo, que sería conveniente que resuelva enseguida si viajaba a Guayaquil para una posible operación en el cerebro, ya que, si el derrame continuaba, los síntomas serían vómitos, fuertes dolores de cabeza, pérdida de la conciencia y hasta coma cerebral, y en Machala no habían los equipos necesarios para una operación al cerebro. La encefalografía realizada ese miércoles dio un resultado positivo, el cuadro clínico no se había agravado, había esperanza de que la sangre sea reabsorbida, y decidí esperar los resultados de los exámenes de los siguientes días. Tuve suerte, el sábado 10 de septiembre, me permitieron ir a mi casa, pero debía regresar el martes para otra tomografía. Jimena y los niños llegaron de Cuenca, mami, de Guayaquil, enseguida que se enteraron del accidente, pero al verme en proceso de recuperación se regresaron el sábado, dejándome ya en casa, sin saber que la historia recién comenzaba.

Ese martes 6 de septiembre Nelly realizaba sus actividades en la casa, cuando escuchó que llamaban a la puerta, era el maestro de obra de la construcción, quien no hallaba la forma de darle la noticia, ella se dio cuenta enseguida que pasaba algo malo, al enterarse corrió hacia la clínica, entró en la habitación, me abrazó, y al conocer el diagnóstico médico, comprendió la gravedad del asunto,  –en ese momento comenzó el problema para Nelly– conociéndola como la conozco, sé que no podía apartar de su mente los riesgos y los temores por una complicación. Ella no podía manejar el carro desde el accidente del 2007, todas las actividades cotidianas se complicaron desde el sábado 10 que regresamos a la casa, el lunes tuvo que ir en taxi para realizar una gestión en el centro, y al final de la tarde, al comisariato para hacer las compras de la semana, cuando sentí que el taxi la dejaba en la puerta con todas las fundas en el suelo, baje para ayudar a ingresarlas y eso provocó una reacción fuerte en ella pues me decía que yo no podía moverme y menos bajar escaleras –es verdad, así lo había dicho el médico–, al llegar la noche me preparó algo para comer y al entrar al dormitorio y ver la luz y la tele apagadas, y yo sentado en mi sillón despierto, se angustió pues supuso que algo no estaba bien, siendo yo un asiduo televidente, dueño absoluto del control remoto.

–Algo te pasa– me dijo, –si estás mal debes volver a la clínica.

–Solamente pretendía descansar, no es para tanto– le contesté enseguida.

Pero si era para tanto y más, Nelly bajó mal, debía tener una presión tremenda en su cerebro, y luego de un momento la escuché quejarse, bajé la escalera y la encontré recostada en un mueble de la sala, quejándose de un fuerte dolor de cabeza, no sabía qué hacer, estaba solo, Marcela había salido al gimnasio y Carlitos se había quedado dormido en su cuarto, como el dolor aumentaba, ella me dijo con voz entrecortada:

–Creo que me va a dar un derrame, llama a un médico, ya no aguanto el dolor de cabeza­–

Llamé de inmediato a Tito y llegó enseguida –gracias a Dios estaba caminando en el parque junto a mi casa, con su esposa Marta– la examinó y se dio cuenta enseguida de la gravedad de la situación, –y me lo dijo– Nelly empezó a vomitar agua, una y otra vez, y ya no respondía, entró enseguida en coma. Llegó Marcela y entre los tres la llevaron al carro para ir a la clínica, nunca en mi vida había sentido tanta desesperación y tanta impotencia pues no podía ayudar con la fractura de mi clavícula, y mi cuello inmovilizado por el derrame. Me vestí como pude y pedí un taxi para ir a la clínica, Nelly estaba inconsciente en la sala de emergencias, le habían hecho una tomografía y se había comprobado el diagnóstico de Tito: aneurisma, un derrame cerebral.  
El Dr. Romero y su esposa, propietarios de la clínica, me estaban esperando, debía llevarla de inmediato a Guayaquil para operarla, en Machala no había los equipos necesarios para esta operación, la Dra. Romero me dijo:

–No pierda tiempo, la ambulancia está lista para llevar a Nelly, podemos llamar por teléfono a un neurocirujano para que esté esperando en la clínica, en estos casos el tiempo puede ser la diferencia entre salvar una vida o perderla–

Mi mundo se me vino abajo, no hay palabras para explicar lo que se siente cuando te dicen que la vida de un ser querido depende de lo que resuelvas, desde la sala de emergencias llamé a Sole a Guayaquil, le expliqué la situación y le pedí que le pregunte al Dr. Intriago, padre de Ernesto, por algún neurocirujano que pueda operar enseguida a Nelly.
Luego cambió mi vida, escuché la voz de un tipo que se imponía entre la de los demás, lo miré y era un desconocido para mí, era una persona robusta, con barba tipo candado, una voz pausada que indicaba conocimiento, autoridad, sentado en una silla de un escritorio, inadvertido entre todos los que estaban en la Sala de Emergencia, de quien nunca supe su nombre aunque me dijeron que era de Guayaquil y que estaba sustituyendo unos días al neurólogo de la clínica, el Dr. Valarezo que estaba en un seminario, fue él quien me dijo:

–No pierda tiempo señor, el Dr. Jimmy Achi puede salvar a su esposa, si usted lo decide yo puedo llamarlo enseguida y pedirle que lo espere en la clínica–

–Hágalo Doctor, dígale que salimos enseguida en la ambulancia– le respondí de inmediato.

Llamé otra vez a Sole, estaba en casa de Ernesto y sus padres confirmaron que el Dr. Achi era el indicado. Recogimos algo de ropa de la casa y regresamos a la clínica, lo habíamos decidido, Marcela viajaría con mi cuñado Marcelo y su hijo, que me acompañaron desde el comienzo, y yo me iría junto a Nelly en la ambulancia
En la puerta de la ambulancia estaba el Dr. Veintimilla, mi traumatólogo, que controlaba mi recuperación por la caída y el derrame, me dijo enseguida:

–Usted no puede viajar, no está en condiciones, debe descansar, el viaje en la ambulancia le puede hacer mucho daño, el golpe en su cabeza es algo serio –

Me despedí de él, sabía que ya no podría regresar a la clínica de Traumatología para la tomografía programada para el siguiente día, y nadie podría prever lo que sucedería después. Eran las doce de la noche, empezaba el martes trece, el viaje fue terrible, nunca me había imaginado todo lo que se siente al ir dentro de una ambulancia y ver que un ser querido está luchando con la muerte. Nelly continuaba en coma, vomitando agua, y en dos ocasiones, el Doctor que la acompañaba hizo parar la ambulancia, para comprobar sus signos vitales. En la segunda ocasión, le preguntó al chofer:

–Cuánto falta para llegar a Guayaquil–

–Unos veinte minutos– le respondió.

–Entonces “sopla”–

La desesperación que me provocaron estas palabras fue tan grande, que allí, en la oscuridad de la ambulancia, en algún lugar de la carretera a Guayaquil, me puse a llorar en silencio, me daba cuenta que Nelly no iba a llegar a la clínica, me puse a pensar en todo lo que habíamos vivido juntos, desde que me atreví a enamorarla en aquel lejano 1973, cosas buenas, y también, cosas malas, le pedí perdón al Señor por todo el daño que le había causado, y le pregunté si podía ayudarnos.
Él permitió que llegue a la Clínica Kennedy, allí nos esperaba el Dr. Achi, enseguida le hicieron tomografías y todos los exámenes necesarios. En la Sala de espera me abracé con Sole y Ernesto, cuando  salíamos de Machala en la ambulancia les avisé a mi madre y a mi hermana, y allí estaban, –conmigo como siempre–  pero además estaban a esa hora de la madrugada, mi sobrina  Mariuxi y John –nunca supe con quién habían dejado a Alexa–, Juan Carlos, mi sobrino, y mis amigos del grupo intimo que tenemos en Machala –más que amigos, hermanos– Panchito y Saharita, y Anita, con su hijo Fernando. Me daba cuenta que no estaba sólo, que iba a tener apoyo para la batalla que recién empezaba.

Como el Dr. Achi nos indicó que la operación iba a ser a las siete de la mañana y que iba a durar tres horas, les pedí a todos que se retiren a sus casas, que allí, no se podía hacer nada más que esperar, y que mejor regresen a media mañana para conocer los resultados de la operación. Nadie se movió de su puesto, todos se quedaron acompañándome, y pude valorar lo que es la solidaridad, y cuanto sirve en los momentos de mayor sufrimiento.
Cuando ingresaron a Nelly a la Sala de operación, no podía saber si iba a volver a verla con vida, y en ese momento me quebré, ya no podía más, había tratado de mantener la compostura en todo momento, pero ya no podía más, y allí, delante de todos, me abracé con mis hijas y les dije llorando:

–Yo no sé si pueda vivir sin Nelly–

Mi madre y mis hijas me llevaron a la capilla de la clínica, y en ese silencio tan especial que tienen las casas de oración, pude hablar con el Señor, le expliqué que por segunda vez me arrodillaba ante Él para pedirle que todavía no se lleve a mi esposa, que nos permita seguir un “ratito más”  juntos, y que, el resto de nuestras vidas queríamos vivirlo en paz, glorificando su nombre. Yo creo que Él aceptó el pacto, y se manifestó enseguida.
En la mitad del tiempo programado para la operación, se presentó el Dr. Achi ante todos nosotros con una sonrisa en su rostro, y reflejando una paz en su mirada, y nos dijo:

–La operación fue un éxito total, se pudo sellar las arterias del cerebro que habían explotado–

La emoción que se sintió al escuchar ésto, podría definir la felicidad, me abracé con mis hijas llorando, y vi, por encima del hombro de una de ellas, que en un rincón de esa sala, sentado en el suelo, mi sobrino Juan Carlos también lloraba en silencio.

­– ¡Nunca podré olvidar las lágrimas de felicidad que provocó la sonrisa del Dr. Achi! –

En ese mismo día, martes 13 de septiembre del 2011, mis hijas le pidieron al Dr. Achi, después de la operación, cerca del mediodía, que autorice una tomografía para evaluar mi derrame, si disminuía o aumentaba, se pidió a la Clínica de Traumatología de Machala que envíe por internet las tomografías anteriores, después de todo el trámite, el doctor simplemente me dijo que yo estaba fuera de peligro, que la sangre derramada estaba siendo reabsorbida, pero que una de las arterias de la parte posterior de mi cabeza, tenía una mala conformación, por lo que era un riesgo potencial para el futuro –seguramente esa será otra historia–

Los días siguientes fueron de mucha tensión, en la sala de cuidados intensivos le administraban medicina por los sueros, para disminuir el riesgo de un infarto cerebral, nos permitían a tres familiares ingresar a verla, diez minutos cada uno, en la mañana y en la tarde, con horarios estrictos,  y toda nuestra vida, se redujo a eso, a esperar esos diez minutos para verla, al igual que todos los familiares de los pacientes que estaban en la amplia sala de cuidados intensivos. Allí adentro, con las camas alineadas una cerca de la otra, se podían conocer las angustias y los pesares de otras familias, y también las tragedias cuando algún paciente fallecía o no salía del coma, y los familiares le hablaban al oído, bajito, para buscar un contacto con su mente, y el contacto no se producía, como sucedió con el paciente que estaba junto a Nelly.
Al comienzo Nelly estaba inconsciente y sólo podíamos verla, en el segundo día, cuando despertó, nos habló, creía que estaba en Machala, en la Clínica de Traumatología, tuve que explicarle todo, lo más calmado posible, al menos, todo lo que podía contarle tratando de no afectar su recuperación. En ese segundo día llegaron de Cuenca las hermanas de Nelly, Ruth y Mónica con su esposo Gustavo, y trajeron a mi hija Jimena.
El resto del tiempo lo pasábamos en las salas de espera, en dónde, generalmente, no alcanzaban las sillas. Recibimos visitas de todos nuestros familiares y amigos preocupados por la salud de Nelly, llegaron Carlos y Priscilla Henríquez, no los había visto en mucho tiempo, desde que vivíamos en Guayaquil, y al saber que Nelly estaba en cuidados intensivos y al verme con el cuello ortopédico y el inmovilizador en el brazo, pensó Priscilla que habíamos sufrido un accidente. Recibía llamadas todo el tiempo de Cuenca, Machala, Quito, preguntando como seguía, y a todos se les explicaba del riesgo de los cinco días siguientes a la operación, y allí empezó otra historia.

Mi hermana Patricia recibió la llamada de las Madres Carmelitas del Claustro de Machala, quienes le indicaron que estaban orando por Nelly, día y noche, y se unieron en oración amigos, familiares, personas desconocidas, muchísimas personas  –conocimos después– hacían “cadenas de oración“, grupos de oración en donde la mayoría, tal vez ni la conocían, pero oraban por ella. ¿Cómo cuantificar esta acción? ¿Cómo saber a quiénes agradecer? ¿Cómo apreciar en justa medida la solidaridad humana? Dentro de todo el sufrimiento que nos tocó vivir, y a pesar de la incertidumbre de no saber qué pasaría después, de haber tenido la duda constante de pensar si Nelly iba a quedar con defectos físicos, como es común en estos casos, nos quedó la satisfacción de haber tenido a nuestro lado todo el apoyo que nos podían dar nuestros familiares y amigos, y todas las oraciones que nos brindaron anónimos personajes,  unidos por una causa espiritual, que se constituyó en una fuerza tan grande que el Señor la vio con buenos ojos, y el Señor responde a la oración, y lo hizo de la mejor manera.

Nelly pudo pasar los cinco días de mayor riesgo y empezó su recuperación, y estando aún en la sala de cuidados intensivos, empezó a quejarse de que le llevaban muy tarde el desayuno –era un buen síntoma– El jueves 22 de septiembre la pasaron a una habitación, y desde luego –no podía ser de otra manera– la acompañé todo el tiempo, día y noche, y como seguía quejándose por la tardanza en el desayuno, decidí llenar la refrigeradora pequeña del cuarto, con todo lo que le provocaba comer, y así tuvimos desayunos a las horas más inusuales, tres, cuatro, cinco de la mañana, a la hora que le provocaba,  y desayunaba ella y desayunaba yo, de manera que empecé a comprar también las cosas que a mí me gustaban, como la leche de chocolate y las galletas de chocolate.  –En uno de esos días sin fecha, mi sobrino Arturo Javier me llevó una caja de chocolates con manjar de La Bonbonniere, que traté de esconderlas para disfrutarlas como un placer solitario en la madrugada, pero todo fue inútil, se acabaron enseguida–
En la mañana siguiente llamó nuestra amiga Anita, para contarnos que el Padre Camilo iba a visitar a Nelly, llegó muy temprano al siguiente día, era el sábado 24 de septiembre, y después de conocer las dos historias y de ver que estábamos en buenas condiciones, nos dijo:  

–Algo grande espera el Señor de Ustedes– y nos dio la bendición en la frente después de hablar con Nelly y de hacerla orar.

El Dr. Achi le dio el alta el lunes 26, indicándole que debía evaluarla al mes de la operación, en su consultorio de la Kennedy de La Alborada, pero recién pudimos salir el miércoles 28 de septiembre al final de la tarde, cuando la compañía de seguros envió la Carta de Crédito para cubrir todos los gastos. Fuimos al departamento de Central Park, y como coincidió con la reunión mensual de mis compañeros de la Promoción XXII del San José-La Salle –último miércoles de cada mes en la parrillada El Ñato, de Urdesa– les pedí a Jimena y Sole que acompañen a Nelly hasta mi regreso, y me fui a desestresar con mis amigos.

El jueves 13 de octubre la llevé al consultorio del doctor, la evaluó y la dio el alta definitiva permitiéndole viajar a Machala al siguiente día, viernes 14 de octubre del 2011. En esa consulta aproveché para hacerle una pregunta íntima, y personal,  y su respuesta también es íntima y personal, y continuará siendo así.

En Machala solicité una Misa de Acción de Gracias en la Capilla de las Madres Carmelitas y le pedí al Padre Jaime, que en la recuperación después del accidente del 2007, había ayudado tanto a Nelly, que oficiara la misa. Después de conocer las dos historias, el Padre Jaime también nos dijo:

–El Señor espera mucho de Ustedes–

En esa misa pude agradecer públicamente al Señor, y también a las Madres Carmelitas y a todas las personas que nos habían acompañado o que habían orado por la recuperación de Nelly, y pude agradecer a mi amigo el Dr. Tito Villalta, que nos atendió a los dos en forma oportuna, y nos trasladó a los dos a la clínica en su vehículo, con tan sólo una semana de separación, y desde luego, al Dr. Achi, que puede realizar esas operaciones maravillosas con tanta ciencia pero sabiendo que la vida de sus pacientes está en manos de Dios y que es Él quien guía su mano.

Cuando se cumplió el año de la operación, acudimos a la consulta con el Dr. Achi y le pedimos autorización para viajar a New York, y la concedió, señal de que Nelly estaba bien, nos dijo que no había ningún riesgo, más allá del que tiene cualquier persona sana. El 15 de abril del 2013, el Dr. Achi –al año y medio del derrame– debió realizarle otra operación a Nelly, exactamente igual a la primera, vía cateterismo pero sólo para comprobar por dentro el estado en que se encontraban las dos arterias del cerebro que habían sido selladas, chequeó dos más, los resultados fueron excelentes.  

Hace pocos días, casi a los dos años de la operación pudimos celebrar nuestro aniversario 37, en las profundidades de unas termas subterráneas, donde se respira una paz increíble y en donde se aprecia en sumo grado el solo hecho de respirar, quedando esos duros momentos como un recuerdo en el blog de las memorias de un jubilado.

"La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla"

Gabriel García Márquez